“Siempre que se cumple un aniversario de la inundación surge la misma pregunta, incluso entre nosotros en la comisión directiva: ¿vale la pena recordar? Algunos dicen que no, que les hace daño. Pero yo creo que cuanto más recordamos y más memoria hacemos, más nos sana”, dice Cettour. Y recuerda una frase que surgió en el barrio: “La memoria no se inunda”.
El testimonio de José Cettour en la inundación en Santa Fe en 2003
Aquella mañana del 29, el panorama ya era preocupante. “Cuando crucé el puente Carretero desde Santo Tomé, vi que el agua estaba al nivel de las barandas. Ya se había caído un palo de luz que todavía hoy está arreglado con alambre”, relata. Y agrega: “A esa hora, el intendente ya había dicho que no nos íbamos a inundar. Todos recuerdan la frase: ‘la villa del Centenario no se va a inundar’”.
Pero el agua llegó. Entró por las cloacas, se desbordó por las rejillas del baño. “De tener el agua en los tobillos, pasamos a tenerla en los hombros. Éramos cinco en la casa. Tuvimos que salir y refugiarnos en una habitación sin baño, en la parte de arriba de la casa de una vecina. Ahí nos juntamos trece personas. Era preocupante. El agua no dejaba de subir”.
Durante la noche, mientras intentaban soportar el frío y el encierro, apareció la dimensión simbólica de la pérdida. “Soy fotógrafo. Tenía una Nikon F, una cámara que quería mucho. Cuando me di cuenta de que estaba bajo el agua, traté de salvarla. La sequé, hice todo mal. El lente quedó como perforado, como si lo hubieran pinchado con una aguja. Esa agua estaba podrida, con sal, con mugre, con combustible…”.
Al amanecer del día siguiente, lograron subirse a una canoa que los llevó hasta la escuela Quiroga. Desde allí, se fueron a la casa de su hija en Guadalupe. Tres días después, cuando dinamitaron el terraplén, el agua comenzó a bajar. “Volvimos con la piragua. Todavía había casi un metro de agua. No sabíamos qué había abajo, solo veíamos lo que flotaba. Y en medio de todo eso, me tropiezo con algo: era una caja de champagne. Así que toda esa semana tomamos champagne en la casa de mi hija. Fue lo único festivo”.
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Maiquel Torcatt / Aire Digital
José cuenta que sacó fotos. Muchas. Algunas se perdieron por usar un revelador vencido. Otras se salvaron. Y con esas imágenes también quedó grabada la solidaridad. “Había chicos del barrio que no eran muy bien vistos, pero en esos días estaban remando con la piragua de mi hijo, rescatando gente. Ahí empezó a gestarse algo entre nosotros que todavía hoy perdura”.
Cuando el presidente de la vecinal renunció, él tomó el mando. Durante un mes, coordinaron la distribución de comida: “Repartimos ocho mil raciones al mediodía y ocho mil a la noche. Hasta que un día me dijeron desde la provincia: ‘mañana se termina la comida’. Les pedí que me dieran unos días para avisar. Fui a la plaza Santa Sofía y lo dije. La mitad me quería linchar y la otra mitad me quería pegar”.
Aún así, recuerda esa etapa con algo de gratitud: “Nos pertenecemos. Somos uno. Solo con salir a la calle y vernos ya nos entendemos. Y eso hace bien. Porque lo que más quedó de esa inundación fue esa gran solidaridad entre vecinos”.
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José Almeida/Aire Digital
El rol de la vecinal fue mucho más que repartir viandas. Fue un nodo de contención, organización y reconstrucción en medio del caos. “Después de la emergencia, seguimos trabajando: acompañando a los vecinos que no podían volver, ayudando con los trámites, articulando con quienes venían a colaborar. Nos convertimos en un punto de referencia. Hasta el día de hoy, muchos nos siguen consultando, aunque no tengamos todas las respuestas”, cuenta.