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El pasado tormentoso y triste de Alberto Cormillot

El prestigioso médico nutricionista quiso dedicarse a la actuación antes de recibirse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Su niñez en el barrio de Floresta y en la farmacia de su abuelo, su tormentosa educación secundaria en el Liceo Naval Militar y las enseñanzas de su madre, la responsable de su formación profesional

Alberto Everardo Julio Cormillot fue el bebé que nació en la farmacia de su abuelo y el hombre que construyó una marca con su apellido.

El miércoles 31 de agosto de 1938 en la parte de atrás de la farmacia ubicada en la esquina de la calle Moreto y la avenida Alberdi, viejo barrio porteño de Floresta, nacía el hijo de doña Esther y don Beto. Sería el único hijo de la pareja y casi el único niño de una familia de clase media trabajadora, con raíces francesas de parte de la rama paterna. Allí donde vivían sus abuelos y sus tíos, en el frente, separado por un jardín divisor, trabajaba su mamá, que era enfermera. Todas las mañanas caminaban juntos las dos cuadras que separaban su casa -un pequeño hogar alquilado de tres ambientes- de la farmacia: ella se quedaba trabajando adelante y él se iba al fondo, a quedar al cuidado de su abuela.

Sus primeros recuerdos viven ahí. Cuando cumplió cincuenta años de médico en 2011 fue a visitarla. Medio siglo es suficiente para alterar el estado de las cosas: la farmacia era ahora una pizzería y los espacios se habían achicado al compás de su crecimiento: “Estuve charlando con el dueño, comí pizza, recorrí todo, fui a ver el sótano. Tenía un sótano que recordaba enorme, pero cuando lo volví a ver resultó ser más chiquito de lo que pensaba. Aproveché para recorrer todo el barrio, los que habían sido mis amigos, mis vecinos, busqué a una chica que había sido mi primer beso a mis doce años. La encontré, seguía viviendo a tres cuadras de mi casa. Fui a donde estaba mi jardín de infantes, mi escuela primaria que ahora es una escuela técnica ahí en Lacarra y Alberdi” comentó Alberto en una entrevista con Infobae.

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Hijo de una enfermera y de un cobrador de agua, se crió en la casa de sus abuelos mientras sus padres trabajaban. Era un apasionado lector de revistas infantiles y, aunque le gustaba jugar en la calle con sus amigos, también se entretenía solo

Hijo de una enfermera y de un cobrador de agua, se crió en la casa de sus abuelos mientras sus padres trabajaban. Era un apasionado lector de revistas infantiles y, aunque le gustaba jugar en la calle con sus amigos, también se entretenía solo

Su universo era la superficie del trapezoide que delinean las arterias Lacarra, Escalada, Alberdi y Directorio. Alguna vez lo tituló “el cuadrado más importante del mundo”. La sombra de la autopista Perito Moreno atraviesa su zona de influencia: “Conocía a todos porque además hacía los mandados para la farmacia: conocía las casas, la gente”. Sus rasgos de melancolía no se distinguen solo en su faceta discursiva. De su relato se desprenden datos que así lo acreditan: “Todavía tengo todos los cuadernos de cuando iba a la Escuela Gobernación de La Pampa”.

Pero antes de su escolaridad, lo primero que rememora son sus horas en la farmacia: “Con lo que primero aprendí a jugar fue con las bolitas de naftalina. Me recuerdo ordenando jabones y poniendo las hierbas en sobres, 20 ó 25 gramos. No me acuerdo exactamente cuánto ponía en cada sobre. Y después armaba las bolsas: barba de choclo, yerba meona, carqueja, boldo, menta peperina, hierbas que se compraban y que todavía se compran”.

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Una merienda con su abuelo Julio, su mamá Esther y su prima Pity, en Posadas, Misiones, en 1944

Una merienda con su abuelo Julio, su mamá Esther y su prima Pity, en Posadas, Misiones, en 1944

Alberto había nacido cuando la tuberculosis experimentaba un decrecimiento de su curva de mortalidad en la Argentina. En 1918, la enfermedad había alcanzado su cúspide con una tasa cercana a 180 muertos por cada 100.000 habitantes, constituyéndose como una de las principales causas de muerte en el país, según el documento del investigador Adrián Carbonetti en la Historia epidemiológica de la tuberculosis en la Argentina. Su niñez y su crianza comulgan con el tiempo histórico que atravesaba la nación: los dispensarios, centros de diagnóstico precoz, de tratamiento inmediato y profilaxis de la enfermedad empezaban a multiplicarse en las grandes ciudades.

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Hacia sus nueve años de vida -1947- la mortalidad de la enfermedad cayó a estándares muy bajos al confluir una serie de situaciones: el proceso natural de tuberculinización de la población, distintos factores de carácter biológico y la consolidación de un sistema sanitario más eficiente y cercano. Por eso, rememora con fascinación las veinte inyecciones diarias que su madre le daba a pacientes con tuberculosis. “Me encantaba estar con mi mamá. La veía cómo trataba a los pacientes, que venían a darse una inyección y salían encantados. Yo me crié viendo a mi vieja enfermera. Siempre digo que el 50% de lo que aprendí en medicina lo aprendí de ella. Yo no sabía que estaba aprendiendo medicina cuando la veía, me di cuenta después: aprendí que la medicina es un servicio”.

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A los cinco años se mudaron a una casa más grande y cómoda, en la calle Mozart. También alquilaban (cuando pudo, la compró: allí murieron Esther y Alberto). Su padre había sido cobrador de la luz: “En aquella época cobraba la plata de todas las casas, juntaba toda la guita y nunca le choreó a nadie”. De Don Beto, que también trabajó en la farmacia y por un tiempo se dedicó a ser luthier, destaca su sabiduría, su don de gente y su moralidad. No le asignaban restricciones: estaba mucho tiempo en la calle, cuando el tránsito era excepcional. Su ocio remite a esos años: “No jugaba mucho a la pelota porque era muy malo, jugaba a la bolita, a las figuritas, a las carreras, al salto en largo, a Cachurra montó la burra, al tinenti”.

No tuvo hermanos y tenía amigos, pero la pasaba bien consigo mismo. “Me las arreglaba, me entretenía solo. Me gustaba coleccionar recortes de diarios, sobre todo noticias policiales que me llamaran la atención, figuritas, bolitas”. Y -lo dicho- su melancolía se materializa en sus tesoros de época: todavía conserva juguetes de su infancia. También tenía especial devoción por la lectura, una práctica que respetaba un cronograma sagrado de compras. El proveedor del dinero era su abuelo y el producto, revistas infantiles.

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Alberto Cormillot es el primero desde la izquierda. En cuarto año del Liceo lo echaron después de haber cometido una serie de infracciones. Tuvo que terminar quinto año libre. A los 16 años ya había comenzado la Universidad

Alberto Cormillot es el primero desde la izquierda. En cuarto año del Liceo lo echaron después de haber cometido una serie de infracciones. Tuvo que terminar quinto año libre. A los 16 años ya había comenzado la Universidad

Así como Martín Kohan encaró Me acuerdo (ediciones Godot), un libro en el que enhebra sus escenas de infancia sin narración emotiva y con un formato de enumeración, que se encuadra dentro de la genealogía literaria iniciada por el artista estadounidense Joe Brainard y continuada por el escritor francés Georges Perec, y que da origen a una saga de entrevistas de Infobae, Cormillot hizo lo mismo con su lectura: un inventario. “Los lunes compraba la Patoruzú, los martes la Pato Donald, los miércoles Rico Tipo y Salgari, los jueves Patoruzito y los viernes Misterix. Y por supuesto la Billiken. Algunas las tengo todavía, aunque perdí varias en las mudanzas”.

Recuerda la enciclopedia El tesoro de la juventud, la frondosa biblioteca de su madre, que le gustaban los libros de poesía, haber leído el Martín Fierro y las novelas de aventura El Coyote y El Encapuchado. También su adoración por su perro Noble y sus gatos Pérez y Negra; el olor que emitían la magnolia y la planta de ruda en el camino que anexaba la casa de sus abuelos con la farmacia; los bifes a la portuguesa, el puchero, las sopas, el guiso de porotos y de lentejas que su abuela cocinaba y él -convenciones culturales de entonces- había tolerado y aprendido a comer: “Los chicos no teníamos derecho a pedir. No se te ocurría decir ‘no, esto no lo quiero’. Hubiera sido un concepto poco comprensible del otro lado. ‘¿Qué quiere decir esto no lo quiero, quién te preguntó si lo querías?’. No éramos pobres pero era lo que se podía comprar”.

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Alberto Cormillot (MN 24518) se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en 1961. El año próximo cumplirá sesenta años al servicio de la salud

Alberto Cormillot (MN 24518) se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en 1961. El año próximo cumplirá sesenta años al servicio de la salud

Recuerda, a su vez, los martillazos a la carne que le hacía para ablandarla. La cocina es su abuela, de su madre no descubrió en los anales de su infancia ninguna especialidad gastronómica. Esther trabajaba todo el día. Incluso más que su esposo. “Mi viejo era la aceptación incondicional y mi vieja era la no aceptación incondicional. Yo era culpable hasta que se demostrara lo contrario, y en cierta forma tenía razón. Para esa época, en mi casa estaban los roles invertidos”. Su madre es la responsable de su formación personal y profesional.

Yo soy médico gracias a mi vieja”, dijo, con seguridad. Pero Alberto Cormillot, el célebre nutricionista, el hombre que le puso nombre a las dietas, no fue siempre un médico honorable. Cursó la escuela secundaria en el Liceo Naval, casi un pupilaje, por orden de su madre. Pero lo echaron en cuarto año, rindió quinto libre y a los 16 años ya estaba estudiando en la Universidad. “Me echaron porque en tercer año pasé a la escuela naval. Yo quería ser marino mercante porque quería viajar. Era una idea de mi vieja, que decía que los hombres van a la marina de guerra, no van a la marina mercante. Pero no quería estar ahí, me porté mal y me rajaron, así que pude volver al Liceo. No estaba contento y armaba bardo, hacía cosas que estaban reñidas con lo permitido. Consciente o inconscientemente sabía que hacía cosas que no se debían hacer. No podía alegar ignorancia porque había estado tres años en el Liceo y conocía lo que era la vida militar”.

-¿Pero qué hacías?

-Travesuras. Cuando estaba en la escuela naval, nos embarcaron en la Fragata Sarmiento. Ya había ido varias veces. Era pleno verano, enero. En la Fragata Sarmiento hay una escalera que va para abajo: sollado se llama el lugar. Dormíamos en coys, que son como camas colgantes, camas paraguayas. Había un calor de morirse. Como ya conocía un poco, me escapé con mi coy y me fui a la cubierta, donde dormía el resto del personal porque estaba fresco. Era de noche. Colgué la cama de un caño que habían soldado ese día. Era el caño principal de agua. Cuando me senté, empezó a salir agua para todos lados. Eso sucedió a las diez y media de la noche. Lo llamaron a mi viejo por teléfono y le dijeron: ‘Se lo lleva al chico mañana por la mañana’. Era la vergüenza de la familia.

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Unas vacaciones en Mar del Plata junto a su padre. Vivió en Floresta hasta que se casó con Monika Arborgast, con quien tuvo a Renee y Adrián, se mudó a Belgrano, también tuvo una casa en Núñez y una en un country privado. Ahora vive en Florida, Vicente López

Unas vacaciones en Mar del Plata junto a su padre. Vivió en Floresta hasta que se casó con Monika Arborgast, con quien tuvo a Renee y Adrián, se mudó a Belgrano, también tuvo una casa en Núñez y una en un country privado. Ahora vive en Florida, Vicente López

Su rebeldía orientada lo devolvió al Liceo. Había quedado marcado: su acto, en calidad de prontuario, lo atosigaba. Un día le pusieron un castigo que calificó de injusto. Lo cuestionó a distintas escalas, a sabiendas del riesgo: “Terminé de bañarme y bajé. Eran las seis de la tarde y un cadete de quinto año, los que guardaban la disciplina, me dijo: ‘Está castigado por tardar en bañarse’. ‘No tardé, me olvidé la llave, perdí tiempo buscándola’, le respondí. ‘Está castigado por aclarar sin permiso’. ‘¿Puedo aclarar?’. ‘Sí’. ‘Me olvidé la llave’. ‘Está castigado por aclarar sin causa’. ‘¿Puedo aclarar?’. ‘Sí’. ‘Me olvidé la llave’. ‘Está castigado por mentir’. ‘¿Puedo aclarar?’. ‘Sí’. ‘Me olvidé la llave’. ‘Está castigado por ser reincidente en mentir’. Tuve que hablar con el jefe de año, con el jefe de estudio, con el jefe de cuerpo y cada uno me castigaba peor”.

El castigo que iba a durar una semana creció a una sanción de tres meses. Se convirtió en un demonio al que echaron con causa. En el fondo -sugirió- quería que lo echaran. El teniente de cuarto año, de apellido Aguirre, lo describió en la nota que justificaba su expulsión como “inestable y exaltado, requiere constante vigilancia, carece de condiciones militares, inadaptable en el Liceo, no puede ser suboficial”. “En mi casa me querían matar -dijo Cormillot-. Fue la única vez que confundí a mi vieja porque le dije ‘mirá, mamá, me echaron del Liceo pero terminé la secundaria’. En un mes preparé quinto año y lo metí”.

No sabía bien qué estudiar. Las matemáticas le agradaban: pensó en ingeniería. Pero un amigo del Liceo Naval Militar al que también habían expulsado le propuso acompañarlo a estudiar medicina en la Universidad de Buenos Aires. Estudió dos años y dejó. Tenía 18 años y sentía que la adolescencia se le estaba escapando: “Quería salir a bailar, a joder, aprovechar lo que no había vivido”. Había desarrollado las condiciones propias del síndrome del hijo, nieto y sobrino único, encorsetado en una educación tradicional. Necesitaba conocer los bordes, extralimitarse, un tiempo sabático. Conoció el juego de cartas, experimentó la ludopatía. Colaboró en la farmacia vendiendo aserrín a Jabón Federal para hacer espirales. Incursionó en la actuación. Le germinó un deseo impertinente de ser actor. Trabajó de extra de cine en las películas Nubes de Humo (1958), protagonizada por Alberto Castillo, Amor se dice cantando (1959), una producción argentina-mexicana, La Caída (1959) y En la ardiente oscuridad (1958), con la dirección de Daniel Tinayre y la actuación de Mirtha Legrand.

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