En la casa de mi abuela había una sillita petiza de madera con el asiento y el respaldar de paja, sillita matera le dicen.
Después de dormir la siesta y con la pesadez muda del sol que hería sin escrúpulos, nos convidábamos un instante en silencio.
Nos sentábamos bajo la sombra fresca de la parra, intentando sofocar el bochorno de la tarde. Ella en esa sillita, yo a su lado. Se colocaba el repasador sobre la falda y daba inicio a la ceremonia. Apoyaba la sandía lustrosa y helada sobre sus enclenques rodillas, Parte del rito consistía en enfriar la sandía unas horas antes, de comerla.
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Dormir la siesta también era ritual obligado. Yo amaba ponerme uno de sus camisones de tela sencilla y desgastada, impecables y con perfume a jabón, mezcla de lavanda y hierbas.
Con una cuchilla curva, con forma de medialuna, hacía un corte lento, preciso, perfecto. Separaba la pulpa de la cáscara y me la ofrecía como en una eucaristía.
Disfrutábamos del banquete de esa especie, de estar al lado del alma, con la única compañía de las chicharras y algún que otro alguacil que prometía una lluvia que tardaba en llegar.
Va a hacer calor, decía, como una especie de presagio casi obvio, considerando que el verano por estos pagos puede hacer freír un huevo sobre el asfalto.
No era ningún pronóstico genial. Sin embargo, yo lo recibía con respeto incuestionable. Era casi una tirada de tarot, en la que la improvisada pitonisa, de mirada acuosa y cristalina, parecía estar develándome un misterio fascinante. Dudaba sin cuestionar. Creía sin juzgar.
Cuando baje un poco el sol voy a poner el regador, seguía. Era una especie de orden velada.
Yo me levantaba, abría la canilla y el regador comenzaba a escupir un chorro débil y cálido.
Entonces, satisfecha ella, doblaba el repasador y en su interior quedaban los restos de semillas, cáscaras y siestas.
Se levantaba y con su andar tan descangallado como digno, entraba a la cocina.
El ritual había llegado a su fin.
Algunos objetos dejan de serlo. La silla deja de ser silla y la cuchilla deja de ser cuchilla para convertirse, en verano, en infancia, en huella.