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Cultura | Dia de Acción de Gracias | Estados Unidos |

Thanksgiving 2025

Una mirada inmigrante a Thanksgiving: una fiesta que invita a agradecer lo construido, cuestionar lo heredado y reinventar qué significa pertenecer.

Hay una foto que todavía no existe, pero que cada año imagino. No es la de los peregrinos ni la del pavo dorado perfecto salido de una revista. Es la foto en la que este país se mira al espejo, levanta su copa y dice: “Gracias” en varios acentos a la vez. Porque si algo aprendemos quienes llegamos de otros lugares es que Estados Unidos no habla una sola lengua, sino un coro entero de “thank you”, “gracias”, “merci”, “shukran”, “xie xie” murmurados alrededor de la misma mesa.

Para el inmigrante, Thanksgiving es una fiesta rara y fascinante. No viene en el equipaje cultural que traemos; no la celebramos de niños, no tiene equivalentes exactos en nuestras patrias. Justamente por eso se vuelve una puerta de entrada: es el rito que, por primera vez, no nos pide recordar lo que dejamos atrás, sino animarnos a agradecer lo que todavía estamos construyendo. Navidad, Año Nuevo, las fiestas patrias de origen suelen arrastrar la sombra suave de la nostalgia: la abuela que ya no veremos, la mesa larga que quedó del otro lado del mapa, el clima al revés de las estaciones. Thanksgiving, en cambio, nos enfrenta a algo más inquietante y hermoso: un presente adoptado y un futuro compartido.

Celebrar una fiesta “autóctona” es un acto de fe. Es aceptar que este país, con todas sus contradicciones, puede ser también “nuestro” sin comillas. Preparar el pavo siguiendo una receta encontrada en internet, discutir sobre si el puré de batata lleva marshmallows o es un sacrilegio culinario, aprender la diferencia entre “stuffing” y “dressing” es, en el fondo, un ejercicio de traducción existencial. Nos vamos traduciendo a una nueva cultura mientras la cultura, si es honesta, también aprende a traducirse hacia nosotros.

Porque la gratitud que se celebra en Thanksgiving, si es verdaderamente nacional, tendría que ser recíproca. Sí, los inmigrantes agradecemos las oportunidades: el trabajo, la educación de los hijos, la posibilidad de empezar de nuevo cuando ya habíamos gastado una vida en otra parte. Pero algún día, en algún discurso oficial, me gustaría escuchar también el agradecimiento invertido: “Gracias” a quienes cruzaron fronteras, océanos y desiertos para sostener una economía, enriquecer una lengua, recrear ciudades enteras con sus sabores, sus músicas y sus maneras de entender la dignidad. No es un detalle decorativo: la grandeza de este país está escrita con apellidos difíciles de pronunciar.

Sé bien que esta celebración no es un cuento de hadas. Su historia tiene capas, versiones, silencios. Para algunos pueblos originarios, el cuarto jueves de noviembre no es solo pavo y gratitud, sino también memoria de despojo, colonización, promesas rotas. No pretendo tapar con salsa de arándanos las tensiones profundas que atraviesan esta fecha. Celebrar Thanksgiving desde la mirada inmigrante es también aceptar esa polisemia incómoda: agradecer sin ingenuidad, levantar la copa sin olvidar a quienes nunca fueron invitados a la mesa o fueron expulsados de ella.

Tal vez justo por eso, para quienes llegamos después, esta fiesta se vuelve una especie de laboratorio moral. Nos obliga a preguntarnos qué tipo de país estamos ayudando a alimentar. ¿Uno que se mira el ombligo y se cree autosuficiente, o uno que reconoce que su abundancia está hecha del trabajo de manos que muchas veces no aparecen en las fotos oficiales? ¿Un país que agradece solo a sus próceres y emprendedores, o también a las niñeras que permiten que otros “hagan patria”, a los jornaleros invisibles en los campos, al repartidor que trae, con puntualidad casi religiosa, la caja de Amazon con la bandeja para el pavo?

Thanksgiving, bien entendido, no es simplemente “dar gracias porque sí”, ni un paréntesis azucarado antes del frenesí consumista del Black Friday. Es una pregunta colectiva: ¿a quién le debemos que estemos aquí, vivos y alimentados? Y si respondemos con honestidad, la lista incluye nombres propios que suenan a todas las geografías. Incluye también a quienes, al llegar, tuvieron que aprender una nueva forma de silencio, de obediencia, de miedo. No se trata de romantizar el sacrificio, sino de dejar de darlo por sentado.

Desde la perspectiva del inmigrante, el gran potencial de esta fiesta es que no nos obliga a mirar hacia el pasado como si fuera un altar intocable. Thanksgiving nos convida a algo distinto: imaginar una memoria nueva. Una vida en la que el futuro no es un país lejano, sino el barrio donde ahora vivimos, los amigos que mezclan idiomas en la misma frase, la mesa en la que un día se sientan nuestros nietos y discuten sobre qué significa “ser de aquí” y “ser de allá” sin sentir que tienen que elegir.

Por eso, cuando me preguntan si voy a celebrar Thanksgiving, no respondo como un turista que copia una costumbre exótica. Digo que sí, que lo celebro a mi manera: con el pavo en el horno, con la familia que se construyó aquí, los amigos que se van sumando y una lista mental de gratitudes que incluye a este país… y también a mi terquedad por no dejar de ser quien era al llegar. En mi mesa hay espacio para el gravy y para el chimichurri, para la tarta de calabaza y para el postre que nadie sabe pronunciar pero todos piden repetir.

Quizás el día en que Estados Unidos pueda celebrar Thanksgiving agradeciendo lo que tiene, pero también a aquellos que lo sostienen y lo cuestionan porque lo aman sin idealizarlo, ese día la fiesta será completa. Hasta entonces, seguiré practicando este rito adoptado, tratando de cocinar un pavo que no quede seco y un discurso que no suene cursi. Al fin y al cabo, ¿qué mejor símbolo del sueño americano que un inmigrante peleando con una receta en Fahrenheit, sin entender por qué el horno dice 350 cuando el termómetro de su vieja cocina mental sigue pensando en grados centígrados?

Sobre el autor Raúl Galoppe

Raúl Galoppe, es santafesino y reside en New York. Es escritor y académico con un compromiso de toda la vida con las ideas, la cultura y los medios. Su formación en teatro español de la temprana modernidad y en estudios culturales latinoamericanos ha moldeado una trayectoria que se mueve entre la docencia, la investigación, la publicación y la labor en medios, siempre guiado por una profunda pasión por el análisis crítico y el diálogo significativo.

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