Por Gastón Neffen
Todo el mundo habla de la serie Chernobyl, que muestra con crudeza el horror de un accidente nuclear, pero hace 30 años que otra serie masiva -que se ve en familia- viene martillando con una ironía nada casual: el jefe de seguridad de la planta nuclear de Springfield es Homero Simpson.
“Los Simpsons son un hermoso salvavidas de plomo”, me dijo un experto de la Comisión Nacional de Energía Nuclear (Cnea) hace diez años, en el Centro Atómico Constituyentes (en las afueras de Buenos Aires). El efecto mediático de la serie Chernobyl es mucho más potente, directamente un “titanic de plomo” para la imagen global de la energía nuclear: bomberos que agonizan por la radiación, escuadrones para matar perros contaminados y el riesgo de contaminar media Europa durante milenios si el accidente no se hubiera controlado.
En el mundo hay 449 reactores nucleares operativos y 54 más en construcción, según la Agencia Internacional de Energía Atómica. Santa Fe está casi en el medio de los tres reactores que instaló la Argentina. Del centro de la ciudad a las centrales Atucha I y II (en Lima, partido de Zárate) hay unos 375 kilómetros; y son 476 los kilómetros de distancia con la central nuclear de Embalse, cerca de Río Tercero en Córdoba.
Los expertos argentinos marcan una diferencia importante con el reactor 4 de Chernóbil: las centrales argentinas tienen una estructura de doble contención para el caso de que se produzca un accidente. Es esencial para evitar que los residuos radiactivos se expandan. También aseguran que la posibilidad de un accidente es extremadamente baja.
El debate sobre la energía nuclear siempre fue complejo, porque más allá de los protocolos de seguridad las centrales pueden ser blanco de un ataque terrorista, han mostrado vulnerabilidad frente a eventos climáticos graves (Fukushima en Japón con el tsunami) y por más seguras que sean dejan desechos que serán radiactivos por miles de años.
La central de Atucha II, en el partido de Zárate, la última que puso en funcionamiento la Argentina.
¿Por qué se siguen construyendo? Es una de las tecnologías más probadas para hacer frente al crecimiento de la demanda de energía eléctrica, que podría duplicarse en las próximas cuatro décadas. Por eso, la mayoría de los reactores que se están construyendo en la actualidad van a operar en el sudeste asiático -China tiene en construcción más de 20 reactores- una región que está en pleno crecimiento económico y que también tiene serios problemas ambientales por “quemar” carbón en centrales térmicas para generar electricidad.
¿Quién puede tirar la primera piedra?, los países occidentales concentran el mayor número de reactores. Estados Unidos tiene 97 y Francia -que genera el 70% de la electricidad con energía nuclear- ya construyó 58.
Un ambientalista diría que el camino más seguro y sustentable son las energías renovables: eólica, solar y biomasa (en la que Santa Fe tiene mucho potencial), entre otras. Pero la réplica, desde el sector energético, es que la energía que pueden generar todavía no alcanza para atajar el crecimiento de la demanda de electricidad.
Hay algo que se puede hacer en casa. Bajar lo más posible el consumo eléctrico, porque todas las formas de generación de energía tienen un impacto ambiental, incluso las centrales hidroeléctricas que necesitan inundar miles de hectáreas para construir los diques.
El consumo eléctrico es tan inequitativo como la distribución de la riqueza. En Estados Unidos, por ejemplo, se consume seis veces más energía que el promedio global y Trump no quiere bajar el ritmo -por el impacto en el empleo y en la economía- ni alterar un milímetro al “american way of life”.
Los capítulos de Chernobyl, entonces, vienen bien para pensar una ecuación energética más sustentable y con menos riesgos.
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