Colón y Unión van camino al Brigadier López para disputar el Clásico santafesino
Un abrir y cerrar de ojos, al menos un gesto, un movimiento de las manos, un pestañeo, apenas un gemido, un susurro rabioso, una mueca espontánea, los labios que se mueven, la boca que quiere decir algo, acaso un sentido de vida, una expresión delatora, un puño que quiere cerrarse y un cuerpo que quiere abrazarse otra vez. Se vuelven a enfrentar este domingo Colón y Unión, un partido que en Santa Fe es el sueño que nunca muere.
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Desde que lo marca el fixture el viento está soplando metáforas y este domingo el paisaje es un territorio en el que todo suena a invención y desafío. Como esos episodios de identidad, la resignificación que remite a nuestra esencia cuando el fútbol se hace las medidas de las cosas, las ficciones lógicas, exactamente cuando el fútbol es la felicidad o su versión más carnal y popular, cuando la alegría es algo más real que la realidad misma...
Seguramente será un combate sin trincheras entre viejos adversarios, un retrato urbano encastrado sin fisuras por personajes e historias mundanas, un delirio público en una densidad natural con los sabores en su estado silvestre.
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Se juega en el estadio de Colón, pero a su vez en infinitas canchas donde los hinchas con fulgor riente ponen las manos sobre las llamas, no solo para probarse a sí mismos hasta dónde se podría resistir, sino también al mismo tiempo manifestando el deseo secreto de quemarse pase lo que pase.
Al día se le irá acabando la frescura presolar, el aire se irá mezclando con estímulos para recordar antiguos clásicos que subirán el clima como en una escalera trayendo por las calles esos olores que impregnan el aire con su paso rápido y ruidoso.
Atomizada la tarde irá explotando en todos los sentidos. Cadencias que no tienen ni ritmo ni compás, deseos de cosas que existen y no existen a la vez, soles de alegría junto a impulsos de llorar. Nervios que no hallan en qué emplearse, sin riendas que los pueda guiar, locura que el espíritu exalta y desfallece, embriaguez divina, caos de sombras, vigor a raudales en cuyas ondas su sed la fiebre enciende. Sangre que se hace bandera sobre las mejillas mientras los pies de estas palabras van pisando el barro de una tierra que tiene el color de su ciudad.
Con los hombros bronceados el domingo derrochando licores por esas mesas revueltas donde nadie está cómodo este medio día, acaso será cuestión de esperar esa larga sobremesa de clásico. Hasta el río lo sabe, que hoy no hay corriente que valga, ni favoritos, ni patos de la boda, todo fluye para cualquier parte donde haya un lugar donde espiar lo que sucede, pues nadie es ajeno y todos somos vecinos de todo, algo nos une y nos separa, nos exhibe, nos enseña y sobre todo como pueblo futbolero, nos delata.
Definitivamente, entonces, será una tarde ardiente a punto de encenderse en llamas rodando como infiernos en carrozas, corsos bamboleantes y humedales de sudores. Tantas cosas que el juego encapsulado en los asuntos específicamente futbolísticos casi ya está entregado, sabe que va a dar vueltas atrás de una pelota por todas los escenarios posibles, pero el destino finalmente lo llevará al mismo lugar de siempre, a ese espiral de perspiración insensible hasta desmayar de emociones sintiendo que la vida es eterna en cada clásico.
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