Los gravísimos hechos ocurridos esta noche en la puerta de la casa de Cristina Kirchner, donde un hombre armado –ya detenido– intentó atentar contra la vida de la vicepresidenta, marcan un límite para la vida democrática argentina.
Es imperativo que todos los sectores políticos del país hagan un llamado urgente para ponerle fin a la violencia política. La democracia –que tanto nos costó– no puede tolerar un solo episodio más como el que ocurrió esta noche en la ciudad de Buenos Aires.
Desde hace mucho tiempo ha quedado en evidencia que no alcanza con las declaraciones circunstanciales y bienintencionadas sobre el valor del diálogo y el respeto a los valores de la República: es necesario pasar de las palabras a los hechos; es imperioso que el debate político se canalice en forma racional en todas y cada una de las instituciones de nuestro país.
Las palabras tienen peso. Las palabras provocan hechos porque decir es, en sí mismo, un hecho: una acción. Los discursos de odio –que para algunos, livianamente, solo son una estrategia electoral o una herramienta de construcción política– nunca van a ser palabras en el aire. Son enunciados que generan hechos. Lo pudimos ver esta noche. Y pudo haber sido una tragedia de dimensiones incalculables.
Con el paso de las horas y de los días se conocerán los pormenores del atentado. ¿Quién es el hombre que le apuntó en la cara a Cristina? ¿Cómo logró llegar tan cerca de ella? ¿En qué fallaron la Policía de la ciudad de Buenos Aires, la Policía Federal y la custodia oficial de la vicepresidenta? Y la pregunta más inquietante: ¿tenía intenciones de matarla o solo se trató de una amenaza?
Los detalles que surjan de la investigación ayudarán a responder esas preguntas, pero no servirán para pacificar el clima enrarecido que rodea la política nacional, exacerbado al máximo a partir de las derivaciones del juicio por la llamada Causa Vialidad en el cual la vicepresidenta está acusada de liderar una asociación ilícita dedicada al direccionamiento irregular de la obra pública.
Nuestro país transita un largo período –de no menos de una década– en el que el odio, la violencia y el desprecio se convirtieron en herramientas de la política. Quienes todavía piensan que eso es válido porque forma parte del “juego”, se equivocan por completo: la inmensa mayoría de los argentinos y de las argentinas queremos vivir en paz y queremos dirimir los asuntos públicos a través de las instituciones que, mal o bien, forman parte inescindible de la vida democrática.
Demasiada sangre, demasiadas tragedias jalonan la historia de nuestro país. Hace casi 40 años Argentina gritó “Nunca más”. Ese alzamiento pacífico y democrático es ejemplar: basta ver cómo resolvieron nuestros países vecinos sus respectivas transiciones post-dictadura.
La Argentina atravesó en los últimos 40 años muchas situaciones difíciles en lo social y en lo político. El alzamiento carapintada, la hiperinflación, el gatillo fácil, la represión contra la protesta social y la destrucción sistematizada del entramado social fueron algunos de los mojones dramáticos que signaron nuestra historia reciente. Una y otra vez prevalecieron la República y la democracia. Una y otra vez se pudieron alcanzar acuerdos mínimos –pero sólidos– de convivencia y respeto.
En otras épocas nuestro país toleró cosas imperdonables: los bombardeos contra civiles en la Plaza de Mayo, los fusilamientos públicos y los clandestinos, las dictaduras feroces que persiguieron y asesinaron a mansalva por razones políticas. El pacto democrático de 1983 se cimenta sobre un acuerdo que conviene no olvidar: la violencia y la muerte nunca más pueden ser el camino.
Se ha dicho hasta el cansancio que las diferencias enriquecen la democracia. Es una frase que suena gastada después de tanta repetición. Y sin embargo es necesario reafirmarlo de nuevo, a la luz de los gravísimos episodios registrados en Buenos Aires: hay que aceptar las diferencias, tenemos que aprender a convivir en paz con nuestras diferencias. La violencia nunca, jamás, puede ser la respuesta.
El gravísimo ataque contra la vicepresidenta pone en relieve, otra vez, la necesidad de que todos los sectores políticos hagan un llamado enérgico, sin especulaciones ni ambivalencias, para ponerle fin a la violencia política. No hay otro camino: la paz tiene que prevalecer.
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