Leonardo Beltrand Veras siempre soñó con el mar. Desde que vio la luz hace 47 años en Recife (Brasil) supo que su vida estaría ligada a los océanos. La influencia familiar también hizo lo suyo. Su padre era un amante de la navegación y en 1984, cuando tenía 19 años, cruzó con él a vela los 560 kilómetros que separan Recife de la isla de Fernando de Noronha, una fantasía para aquella época. Cuando llegó a este archipiélago del Atlántico Sur, por entonces una tierra casi deshabitada y de uso militar, concretó su sueño: viviría del mar y además lo haría en Noronha, el paraíso que siempre imaginó.
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Así que regresó a Recife, se graduó en ingeniería de pesca y volvió a Fernando de Noronha para montar aquí una industria de pesca y extracción de aceite de tiburón. Pero debía ser como la imaginó en sus sueños: una industria artesanal, pequeña y sostenible. “Una industria que pasara de padres a hijos”, cuenta desde la ventosa terraza del Museu dos Tubarôes (Museo de los Tiburones) que él mismo dirige en la costa del Mar de Fora de Noronha, en un escenario abierto y diáfano que incita a pensar en céfiros, en jarcias, en obenques y en tempestades.
“Pero pronto me di cuenta de que aquello era inviable. La pesca artesanal, la que conserva los recursos no es rentable, no tiene ningún futuro. Hoy la pesca es asunto de grandes empresas que lo arrasan todo. El estilo de vida y la cultura urbana acabarán con los recursos. La pesca es un negocio ciego que solo busca el lucro. Capitalismo depredador. Tratan el mar como si fuera una mina de oro: extraen todo lo que hay y una vez agotado el recurso, se van a otra cosa”.
Así que decepcionado, pero dispuesto a resistir en su pequeño paraíso de Noronha decidió cambiar de bando: como en el fondo es un romántico invirtió sus ahorros en fundar el Museo de los Tiburones desde el que dirige una lucha de David contra Goliath por la conservación de los escualos.
A los turistas que vienen a Noronha y se llegan hasta su museo, situado en una altozano junto al puerto, les enseña que hay más de 400 especies de tiburones y que solo 3 ó 4 son potencialmente peligrosas para el hombre. Que solo se registran 10 muertes al año de humanos por ataques de tiburón, frente a las 50 por embestidas de elefantes, las 2.000 por encuentros con cocodrilos, las 50.000 por picaduras de serpientes y el millón y medio por picaduras de mosquitos. Que el tiburón es el depredador máximo de la cadena alimenticia submarina; y que sin él, toda esa cadena se vendría abajo.
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No cobra nada por visitar el museo; los beneficios los saca del restaurante y la tienda de recuerdos y ahora también de un barco con fondo panorámico que compró para operar en Noronha, gracias al cual quienes no bucean pueden ver igualmente los fondos marinos de estas islas.
Le observo mientras me enseña la colección de fauces de escualos que pueblan las paredes del museo y caigo en la cuenta de que se trae un aire a Richard Dreyfuss, uno de los protagonistas de “Tiburón”, el filme de Steven Spielberg.
¿Será una reencarnación enviada por Neptuno para compensar el daño que le hizo la maldita película a la imagen de los tiburones? Nunca lo sabremos. Lo que sí se es que es uno de los personajes más interesantes que me he encontrado de momento en este pequeño archipiélago del Atlántico Sur perteneciente a Brasil en el que todavía sigo. Le elogio su esfuerzo por la conservación de los tiburones y le pregunto si merece la pena el esfuerzo: “Sí, sin duda. Cuanto más conoces una cosa, menos la temes”
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