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Minneapolis, el perfil de la ciudad en la que asesinaron a George Floyd

La columnista de Aire Digital vivió un año en esta metrópolis congelada del norte de Estados Unidos. Una mirada que contrasta una sociedad multicultural, de personas amables y civilizadas, con un crimen brutal y racista.

El invierno en Minneapolis es tan frío que uno de los hobbies que tienen los lugareños es tirar agua extremadamente caliente al aire para ver cómo se evapora antes de tocar el piso. Nunca hice ese experimento, lo confieso, pero sí pude apreciar otras costumbres, como la de apilar las cervezas fuera de casa cada vez que había fiesta: en los escalones de ingreso al hogar se congelaban más que en la heladera.

En la primavera de 1998, mientras estudiaba Letras en la Universidad Nacional de Rosario, me inscribí en un programa cultural para dar clases de español en el extranjero. Me pidieron que lo tomara con paciencia, ya que las invitaciones de establecimientos educativos podían demorar uno o dos años en llegar. Fui la excepción que confirma la regla: tres meses más tarde estaba en un avión rumbo al medioeste norteamericano. Salí de Ezeiza en una calurosa jornada de enero con 35 grados y llegué tras un largo periplo al crudo invierno de Minneapolis, donde el termómetro marcaba 15 bajo cero. Sentí que estaba en otro mundo apenas el avión aterrizó: la pista era una gigantesca alfombra blanca. Fue la primera vez que vi nevar.

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La ciudad está en la región de los grandes lagos y casi en la frontera con Canadá. En el invierno, las botellas de cerveza se enfrían más en la puerta que en la heladera.

La ciudad está en la región de los grandes lagos y casi en la frontera con Canadá. En el invierno, las botellas de cerveza se enfrían más en la puerta que en la heladera.

La Minneapolis que aparece en estos días en las noticias no se parece nada a mi Minneapolis. Cuando pienso en la ciudad donde viví casi un año la asocio al frío extremo, como todos, pero también a gente y naturaleza amable. Pienso en sus numerosos lagos y parques, su genial sistema educativo y sus cientos de kilómetros de ciclovías. También pienso en esa forma de tratar a los demás que tenemos todos “los del interior” de cualquier país, sin creernos el centro del universo como ocurre en las metrópolis. Me costó reconocerla como escenario de un crimen tan brutal como el de George Floyd y de las posteriores revueltas que se replicarían en el resto del país contra el racismo, al grito de #BlackLivesMatter.

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“It’s been a very uncomfortable week (Ha sido una semana muy incómoda)”, reconoce en un correo mi “madre adoptiva” de Minneapolis. Margaret es una de las personas más buenas que conocí en mi vida. Se nota que le duele lo que ocurre en Minnesota, pero incluso en su dolor no puede evitar ser amable cuando le pregunto cómo la están pasando. Confiesa que está preocupada, que no puede creer lo que está ocurriendo. Se enoja porque considera que nadie puede ser tratado como lo trataron a Floyd, pero también me aclara que no todos los policías de la ciudad son malos. De todos modos, sabe que el problema excede a Floyd, la policía y Minneapolis. Se esperanza con que los estadounidenses puedan dejar de lado sus diferencias y avanzar hacia un futuro pacífico.

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La muerte de George Floyd expuso un fuerte contraste: una familia afroamericana, en promedio, gana menos de la mitad que una típica familia blanca. 

La muerte de George Floyd expuso un fuerte contraste: una familia afroamericana, en promedio, gana menos de la mitad que una típica familia blanca.

Mientras leo el correo de Margaret pienso que hace veinte años la única forma de contacto con mi familia y amigos en la Argentina eran las llamadas entre teléfonos fijos y el intercambio de cartas. No existían Whatsapp ni Zoom. La experiencia de inmersión cultural era completa. A poco de aterrizar recuerdo que compré una tarjeta de teléfono en un supermercado, raspé un código y pude hablar cuatro minutos para avisar que había llegado bien. No volví a hablar con nadie hasta la semana siguiente.

Llegué un día gris de enero a Minneapolis y durante varias semanas el cielo siempre fue gris. Llegué a dudar cuándo (y si) volvería a ver el sol. De noviembre a marzo, la máxima diaria no supera los 2 grados. Intentar caminar más de media cuadra con jean era imposible: el pantalón se congelaba. Todo trayecto debía ser en auto calefaccionado. El frío es parte de la identidad de los habitantes, quienes repiten hasta el cansancio que tienen el récord de temperatura mínima histórica: 41 grados bajo cero, el 21 de enero de 1888. Allí aprendí, además, que las escalas de Fahrenheit y Celsius se fusionan en ese punto, en los menos 40. Estoy esperando que me lo pregunten en alguna trivia.

Es fácil ubicar a Minnesota en el mapa de los Estados Unidos. Hay que buscar a la izquierda de los grandes lagos, cerca de Canadá. Minneapolis está en la esquina suroeste del estado, es la ciudad más grande pero no es su capital. La capital es Saint Paul, a la que está pegada. Ambas forman las “Twin Cities” (Ciudades Gemelas), donde viven unos 3 millones y medio de personas. Las ciudades están separadas por el río Mississippi (“con dos s, dos s y dos p”, como remarcan los lugareños cada vez que lo mencionan a un extranjero para evitar que lo escriban mal). Se comunican con un puente. Ese puente (35W) se desplomó un día de 2007, sin previo aviso, mientras autos, camiones y hasta un colectivo escolar lo estaban transitando. El episodio, que dejó 13 muertos y 145 heridos (algunos críticos), también la llevó a ser noticia a nivel mundial.

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La ciudad está llena de parques y de largas ciclovías que sobre todo se disfrutan en la primavera y el verano. 

La ciudad está llena de parques y de largas ciclovías que sobre todo se disfrutan en la primavera y el verano.

En los tiempos en que viví en Minnesota no hubo Floyds ni puentes en los titulares. Sí hubo una serie de tornados que dejaron muertos en el sur del estado. De hecho, cada vez que sonaban las alarmas de tornados instaladas en las calles se me detenía el corazón, pero los locales seguía su vida con calma (a mi gusto, demasiada). En aquel momento, los noticieros estaban obsesionados con el escándalo Clinton-Lewinsky y los cines se llenaban de gente que quería ver hundirse al Titanic. En paralelo, Michael Jordan hacía su último baile junto a los Chicago Bulls, mientras los locales Timberwolves quedaban séptimos en la conferencia oeste. Nunca llegaron muy lejos. Tampoco ganaron títulos los Twins, el equipo de baseball del estado, a quienes un día vi jugar en el Target Field. Me explicaron muchas veces las reglas del baseball pero nunca me enganché. Ese día en el estadio disfruté más ver cómo se emocionaban los fanáticos que el juego en sí. Ni los Timberwolves ni los Twins son grandes ganadores pero saben jugar en equipo: ambas franquicias se pronunciaron rápidamente tras la muerte de Floyd para repudiar lo sucedido y pedir igualdad para todos los ciudadanos.

Minneapolis es una ciudad de agua. Literal. La palabra Minneapolis se forma de la unión de una palabra sioux (“mni” es agua) y otra griega (“polis” es ciudad). La ciudad tiene unos 12 lagos de los más de 11.000 que tiene Minnesota. Y tiene muchos parques, es una de las ciudades más verdes de Estados Unidos. El más hermoso es el Minneapolis Sculpture Garden, donde sobresale la escultura de Claes Oldenburg “Spoonbridge and cherry”, que es literalmente una cuchara gigante con una cereza. Esa foto es la que identificaba a Minneapolis hasta hace unas semanas, ahora compite en el buscador de imágenes de Google con postales de los incendios y disturbios recientes.

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La movida cultural de las Twin Cities es fuerte. Alguna vez me llevaron de tour al estudio de Prince y a una casa donde supuestamente había vivido Bob Dylan. Fui a ver una obra en el Guthrie Theater, admiré exhibiciones en el Walker Art Center y le saqué varias fotos a la excéntrica fachada del museo Weisman. Pero admito que fui más veces al Mall of America, el shopping más grande del país (aunque algunos insisten en la pelea con el King of Prussia de Pensilvania, según se considere la cantidad de tiendas o metros cuadrados). Tiene unos 500 negocios por donde pasan anualmente unas 40 millones de personas, casi la misma cantidad de habitantes que tiene la Argentina. Es una pequeña ciudad.

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El Mall of America, que está en Minneapolis, es uno de los centros comerciales más grandes de Estados Unidos. Tiene 500 negocios y cada año lo visitan unas 40 millones de personas.

El Mall of America, que está en Minneapolis, es uno de los centros comerciales más grandes de Estados Unidos. Tiene 500 negocios y cada año lo visitan unas 40 millones de personas.

Tradicionalmente, un típico habitante de Minnesota es alto, blanco y de ojos azules, en gran parte debido a la fuerte inmigración que llegó del norte europeo. Tan es así que aunque soy rubia y de ojos verdes cuando estuve allí me trataban de “belleza exótica” (recuerdo que comprarse lentes de contacto marrones era para algunos de mis alumnos una moda). Pero hubo otras olas inmigratorias posteriores desde África, América y Asia. Según el censo más reciente, la población de Minneapolis es 60 por ciento caucásica, 20 por ciento afroamericana, 10 por ciento latina y 6 por ciento asiática.

Minneapolis siempre se mostró orgullosa de ser “multicultural” y pude apreciarlo viviendo allí. Si bien abundaban los estereotipos de vikingos y vikingas, también era notable la mezcla de razas. En el cuerpo docente y también entre los alumnos había afroamericanos, muchas de mis estudiantes eran coreanas, una de mis amigas había venido con su familia desde India y en las fiestas a las que iba había numerosos grupos latinos, por mencionar algunos ejemplos. Recuerdo una convivencia pacífica entre todos, aunque con marcadas diferencias de costumbres.

Lo que me fui enterando con el pasar los años y pude analizar de cerca en estos últimos días es que el amistoso convivir de Minneapolis esconde un contraste. La ciudad tiene una marcada inequidad racial. Según The Washington Post, la típica familia afroamericana que vive en Minneapolis gana menos de la mitad que una típica familia blanca. En tanto que el New York Times destaca que el concejo de Minneapolis está integrado por dos miembros transgénero que además son de raza negra y hace años que la ciudad celebra con una marcha en junio el fin de la esclavitud, pero a la vez remarca que hay brechas en cuanto a la educación y la salud. Otro dato clave: la fuerza policial, predominantemente blanca, hace décadas que es denunciada por alguna de sus prácticas.

“Vos te vas a Fargo y yo a Baywatch”, me dijo hace dos décadas una amiga que estaba por irse a California cuando yo estaba por emprender mi viaje. Fargo no queda en Minnesota sino en Dakota del Norte, pero el chiste mantiene su gracia más allá de sus imprecisiones geográficas.

Cuando pienso en Minneapolis sigo pensando en frío y gente amable pero ahora también pienso en George Floyd. Y en los últimos días pienso mucho en Fargo, ciudad ubicada a poco más de tres horas en auto de Minneapolis. Pienso en el medioeste apacible y congelado que fue escenario del policial negro -basado en una historia real- de los hermanos Coen, en el que un secuestro sale mal y la mitad del reparto termina en la funeraria. Un medioeste apacible y congelado donde todos son amables y nunca pasa nada. Hasta que pasa.

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