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El perfil de Carlos Monzón, a 25 años del accidente en el que murió

En un otro aniversario de la trágica muerte de Carlos Monzón, reconocido como el más grande púgil profesional de la Argentina, la historia de la carrera deportiva del boxeador santafesino y el relato de cómo fueron sus últimos momentos.

Luis Ángel Firpo dijo una vez: “Yo estoy seguro de que algún día aparecerá un muchacho de tez cetrina, cabello negro, con carácter hosco, rudo y seco. Pero sé que será famoso y le dará un enorme prestigio a nuestro boxeo”. El aserto del Toro Salvaje de las Pampas, el primer argentino en disputar un título mundial y licencia profesional Nº 1, fue inequívocamente profético ya que, por los incomparable logros que alcanzaría, Carlos Monzón fue, es y será el más grande púgil profesional de la historia de nuestro país y uno de los más reconocidos, admirados y respetados en el mundo.

De la Costa a Montecarlo

Al igual que sus abuelos paternos y maternos, sus padres y diez de sus 12 hermanos, Monzón vino al mundo en una región históricamente postergada, conformada actualmente por los departamentos San Javier y Garay, que integran un espacio de la provincia de Santa Fe conocido como región de la Costa, donde predominan los ríos. Todas las familias de esa zona tenían un denominador común: eran muy pobres, con sus múltiples carencias potenciadas por la falta de trabajos fijos y, además, numerosas, donde para varios de sus miembros era un auténtico lujo comer todos los días.

Estas fueron las auténticas raíces de Carlos y, por su humildísimo origen, a la hora de contar con oportunidades de ser alguien en la vida, a él le tocó el último lugar en la fila. Por eso, jamás aprendió a vivir: simplemente, solo supo lo que es pelear para sobrevivir. Su falta de instrucción –en algunos casos, hasta elemental– le hizo cometer un sinnúmero de errores a lo largo de su azarosa vida ya que, Escopeta, no tuvo una infancia, adolescencia y, ni siquiera, una juventud.

Cuando algunos niños de su edad dormían confortablemente abrigados, alimentados y vacunados, él estaba trabajando para que, si la fortuna lo acompañaba, esa noche podría irse al catre con algo en su estómago, y no vacío, como varias veces le pasó...

Ni siquiera pudo completar el 3º grado en la escuela República Oriental del Uruguay de nuestra ciudad (la que años después, con billetes de todos los colores, refaccionó a cero), porque vender diarios, lustrar zapatos o realizar la changa que sea para poder llevar algo a la olla eran tareas más importantes –y urgentes– que aprender a leer y escribir.

Así, desde la más absoluta pobreza en la que nació en la fría y lluviosa noche del viernes 7 de agosto de 1942 en el barrio La Flecha de San Javier, a través del boxeo y sus triunfos inolvidables llegaría a codearse con presidentes, príncipes, magnates, miembros del jet set internacional y tuvo al mundo entero a sus pies.

Pero no solo llegó a detener el tráfico en la Via del Corso de Roma o los Champs-Elysées de París cuando sus admiradores detectaban su presencia, al igual que cuando ingresaba al palacio del príncipe Raniero III de Mónaco, o al exclusivo Lido parisino –donde siempre tuvo su mesa reservada–, porque solo un irrepetible y extraordinario monarca como Escopeta pudo paralizar a todo un país en las 14 defensas exitosas de sus coronas AMB-CMB de los medianos (72,574 kilos o 160 libras).

Con una autoestima infinita, peleó dónde, cuándo y con quien sea. A 11 de sus 14 defensas las realizó fuera del país –no como ahora, donde casi todos lo hacen en los livings de sus domicilios y ante rivales de tercer orden– y, absolutamente siempre, dejó a la celeste y blanca (la que jamás dejó de besar al término de los himnos antes de cada combate, algo que en la actualidad muy, muy pocos hacen), bien en alto.

El destino quiso que se pusiera a las órdenes de Amílcar Oreste Brusa, un verdadero sabio de la vida, quien no solo fue un técnico de excelencia –coronó a 15 reyes mundiales– sino, también, fue un segundo padre, guía, maestro y confesor para Carlos y, por sobre todas las cosas, un leal e incondicional amigo, con el que Escopeta además perfeccionaría su estilo práctico, frío y demoledor sobre los rings, una inconfundible marca registrada de su extraordinaria carrera.

Fue campeón de la ciudad, santafesino, argentino, sudamericano y unificado AMB-CMB mediano y, cada rival que lo enfrentó, jamás pudo con el aura de invencibilidad que envolvía a Carlos, el que se fue agigantando a medida que edificaba su fabuloso reinado mundialista, donde fue el monarca imbatible durante seis años, nueve meses y 22 días, desde el sábado 7 de noviembre de 1970, cuando anestesió al italiano Giovanni Nino Benvenuti en el Palazzo dello Sport de Roma, hasta el lunes 29 de agosto de 1977 cuando, en el Sheraton Hotel del barrio de Retiro de la Capital Federal, colgó oficialmente los guantes. Siendo campeón indiscutido, claro.

Como rentado, Escopeta disputó 100 combates –15 de ellos con un título mundial en juego– y, su récord, fue de 87-3-9-1 S/D (59 ko).

Por caso, su brillante trayectoria quedó atesorada para todos los tiempos cuando ingresó al Hall de la Fama del Boxeo Internacional (IBHOF, por sus siglas en inglés) sito en Canastota, estado de Nueva York, y fue el primer argentino en hacerlo. No solo eso: Monzón es uno de los pocos a los que se les aceptan las cartas credenciales de consagrado en el ámbito mundial de los medianos, con auténticos monstruos de la historia como los estadounidenses Harry Greb, Stanley Ketchel, Marvin Hagler o Bernard Hopkins.

Es más, únicamente Escopeta integra el exclusivo grupo de los más grandes púgiles latinos de todos los tiempos, junto a fenómenos irrepetibles de la talla del mexicano Julio César Chávez y el panameño Roberto Durán, extraordinarios y campeonísimos como él.

El accidente

Poco antes del mediodía del caluroso domingo 8 de enero de 1995, Monzón se trasladó hacia Cayastá con su amigo Gerónimo Domingo Mottura, de 63 años –ex jugador de Colón, a quien Carlos conocía desde la infancia y con el que había compartido muchos momentos en el club Los Cuarenta, ubicado en el norte de nuestra ciudad–, y su cuñada, Alicia Guadalupe Fessia, de 36 años, viuda de Víctor Hugo Monzón, el hermano de Escopeta fallecido en 1990.

Tras degustar el cordero asado que preparó Mingo Mottura –quien ofició de anfitrión, ya que almorzaron en la quinta de éste– fueron a un camping y balneario de dicha localidad, donde Monzón accedió a sacarse una foto con una familia que se lo pidió (que sería la última de su vida), y, poco antes de las 17.30, emprendieron el regreso hacia esta capital, ya que Escopeta debía presentarse en el penal de Las Flores a las 20.

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La última foto en vida de Monzón se tomó en un camping de Cayastá, desde donde partió con destino a nuestra ciudad poco antes de las 17.30 del domingo 8 de enero de 1995. Casi 20 minutos después, el hombre moriría pero nacería su leyenda.

La última foto en vida de Monzón se tomó en un camping de Cayastá, desde donde partió con destino a nuestra ciudad poco antes de las 17.30 del domingo 8 de enero de 1995. Casi 20 minutos después, el hombre moriría pero nacería su leyenda.

Carlos gozaba de un régimen especial de salidas mientras purgaba una condena de 11 años de prisión por homicidio simple, que recibió el lunes 3 de julio de 1989, por la muerte de su última esposa, la uruguaya Alicia Muñiz. Tras haber estado detenido en los penales de Batán, Mar del Plata, y Junín, el sanjavierino había sido trasladado hacia nuestra ciudad el 23 de diciembre de 1992.

En la zona del Paraje Los Cerrillos, a pocos kilómetros al norte de Santa Rosa de Calchines, en el departamento Garay de nuestra provincia, la ruta provincial Nº 1 Teófilo Madrejón presenta una muy larga recta que, en esa época, no tenía pintadas las clásicas líneas blancas demarcatorias de las banquinas –muchas de ellas descalzadas, es decir, con una diferencia de altura entre el asfalto y la tierra–, ni el andarivel que separa a ambos carriles de la misma.

En el kilómetro 51, el Renault 19 gris metalizado patente B2705773 que Carlos Monzón conducía a casi 140 km/h realizó una maniobra inexplicable, ya que primero se desvió hacia la izquierda (sobre la mano contraria) y, luego, hacia la derecha, por el carril en el que transitaba en dirección norte-sur. Tras morder la banquina con su rueda delantera derecha, el vehículo voló, dio casi siete tumbos, sobrepasó un zanjón de unos dos metros de ancho, arrancó de cuajo un ceibo y, recién a unos 35 metros de la ruta, detuvo su descontrolada marcha.

Tras ser despedido del auto y, por el devastador impacto, Carlos murió en el acto –hecho del que hoy se cumplen 25 años– y, en estas trágicas circunstancias, cerca de las 17.50 y, en la misma ruta por donde había llegado a Santa Fe más de 40 años atrás, la Provincia Invencible perdió al mejor deportista de su historia, que solo tenía 52 años, cinco meses y un día.

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Al momento de su muerte, Monzón tenía 52 años, cinco meses y un día, gozaba de salidas transitorias (en una de ellas perdió la vida) mientras purgaba una condena de 11 años por la muerte de su última esposa, Alicia Muñiz y, pocos meses después, obtendría su libertad. El rostro de esta foto es el que está en su lápida en el cementerio Municipal de Santa Fe.

Al momento de su muerte, Monzón tenía 52 años, cinco meses y un día, gozaba de salidas transitorias (en una de ellas perdió la vida) mientras purgaba una condena de 11 años por la muerte de su última esposa, Alicia Muñiz y, pocos meses después, obtendría su libertad. El rostro de esta foto es el que está en su lápida en el cementerio Municipal de Santa Fe.

Mottura también falleció y, la única sobreviviente, fue la cuñada de Escopeta, quien viajaba con él porque así daba cumplimiento a lo establecido en el decreto ley N° 412/58 (Ley Penitenciaria Nacional), ya que “un familiar acompañará en sus salidas al detenido que acceda a este beneficio”. Al tener cumplida la mitad de su condena (la que completó el 14 de agosto de 1993, ya que los cinco años y medio se computaban desde el 14 de febrero de 1988, fecha de la muerte de Alicia Muñiz), Monzón pudo acceder a una salida transitoria los sábados y domingos cada 15 días y, merced a su buena conducta, este beneficio se amplió a todos los fines de semana.

Hasta pudo solicitar salidas laborales, ya que se dedicó a enseñar boxeo en un gimnasio especialmente acondicionado en el club de campo de la UPCN, ubicado en el kilómetro 2,5 de la ruta provincial Nº 1, en Colastiné Norte.

Su despedida

Al conocerse la noticia de su muerte, Monzón paralizó nuevamente al mundo. A la hora de su adiós, pasaron frente a su ataúd –el velatorio de realizó a partir de las 7.30 del lunes 9 de enero en el hall de la Municipalidad santafesina, por una gestión del por entonces intendente, ingeniero Jorge Alberto Obeid– desde el gobernador, Carlos Alberto Reutemann (quien firmó el decreto Nº 0033, donde dispuso la adhesión de la provincia al duelo por la muerte de Escopeta y, además, asueto administrativo en la misma para el lunes 9), hasta funcionarios, figuras del espectáculo, del boxeo, personalidades nacionales y mundiales, y decenas de miles de anónimos y hondamente consternados seguidores del ex campeón mundial, quienes no podían entender cómo la vida le había jugada tan mala pasada cuando le restaban poco más de siete meses para recuperar la libertad.

A Monzón lo despidieron pobres y ricos y, a la hora del viaje hasta el lugar de su descanso final, no hubo distingos de clases sociales. Por la capilla ardiente desfilaron más de 12.000 personas y, a lo largo de las casi 40 cuadras que separaban la misma del cementerio Municipal, unas 60.000, en medio de una convocatoria espontánea nunca antes vista en la capital provincial.

Por caso, Monzón fue tan grande e idolatrado, que hasta superó la histórica rivalidad entre Colón (del que era hincha, como así también de Boca) y Unión (donde se entrenó, al que representó durante casi diez años, y en cuyas instalaciones realizó 12 de sus 100 combates profesionales). Sabaleros y Tatengues lo lloraron por igual, hecho que se repetiría en 2011, cuando nos dejó Amílcar Oreste Brusa, reconocido hincha de Unión.

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El lunes 9 de enero de 1995 por la tarde, la despedida de Monzón congregó a unas 60.000 personas –había unas 6000 solo en el cementerio–, en una convocatoria espontánea nunca antes vista en la capital provincial. El trayecto desde la Municipalidad, donde se realizó el velatorio, hasta su morada final, duró más de dos horas y, la gente, arrojó flores y banderas al paso del féretro.

El lunes 9 de enero de 1995 por la tarde, la despedida de Monzón congregó a unas 60.000 personas –había unas 6000 solo en el cementerio–, en una convocatoria espontánea nunca antes vista en la capital provincial. El trayecto desde la Municipalidad, donde se realizó el velatorio, hasta su morada final, duró más de dos horas y, la gente, arrojó flores y banderas al paso del féretro.

La inhumación estaba prevista para las 16.45 pero, fue tanta la gente que acompañó al cortejo –que avanzó a paso de hombre mientras que sobre el mismo caían flores, banderas argentinas, y hasta algunas de Colón y Unión– que el ataúd de Carlos recién fue depositado en el nicho 303 de la 3° fila del 1° piso de la sección 87 de la necrópolis local, cerca de donde descansan los restos de su padre, don Roque Monzón –fallecido en 1984–, alrededor de dos horas más tarde.

Casi 6000 personas dieron el presente en el cementerio y, los interminables aplausos del público, marcaron el cierre de una de las jornadas más tristes que nuestra ciudad había vivido hasta ese momento.

Un mes después y, cumpliendo el expreso pedido que formulara en vida, el féretro del oriundo de San Javier fue depositado en tierra, a poca distancia de su anterior nicho y, además, muy próximo al lugar de descanso de otro fenomenal deportista: don Pedro Antonio Francisco Candioti, el inolvidable raidista que también escribió brillantes páginas de gloria en la historia de Santa Fe.

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En octubre de 1996 y, tras la inauguración en la costanera santafesina del monumento donado por el Consejo Mundial de Boxeo que perpetúa la memoria de Monzón, autoridades del CMB visitaron su tumba. De izquierda a derecha, el sanjustino Eduardo Oreste Lamazón, ex secretario ejecutivo; el mexicano José Sulaimán Chagnón, ex presidente; el estadounidense Chuck Williams; Julio Juan Cantero –biógrafo personal de Carlos, y quien lo bautizó Escopeta–, y el colombiano Rodrigo Valdés, dos veces derrotado por el campeón mundial mediano entre 1970 y 1977.

En octubre de 1996 y, tras la inauguración en la costanera santafesina del monumento donado por el Consejo Mundial de Boxeo que perpetúa la memoria de Monzón, autoridades del CMB visitaron su tumba. De izquierda a derecha, el sanjustino Eduardo Oreste Lamazón, ex secretario ejecutivo; el mexicano José Sulaimán Chagnón, ex presidente; el estadounidense Chuck Williams; Julio Juan Cantero –biógrafo personal de Carlos, y quien lo bautizó Escopeta–, y el colombiano Rodrigo Valdés, dos veces derrotado por el campeón mundial mediano entre 1970 y 1977.

En la lápida de Escopeta, de mármol blanco y negro, la única inscripción es “Carlos Monzón, campeón del mundo”, con una foto donde el mismo está con una gorra y sonriendo, meses antes de su fallecimiento.

Monzón, a quien la vida lo golpeó durísimo muchas veces, cometió innumerables errores a lo largo de la misma –por supuesto que sí– y, al momento de su adiós, prácticamente había pagado su deuda con la sociedad por la muerte de Alicia Muñiz.

Pero, también, fue dueño de un corazón enorme, al que varios abandonaron cuando cayó en desgracia; fue un padre que se conmovía con sus cinco hijos como jamás pudo hacerlo ningún rival en sus casi 18 años de carrera boxística; alguien que amó y fue amado; que jamás olvidó a sus amigos, como tampoco a quienes buscaron desacreditarlo, en una sociedad como la argentina que, hipócritamente, no ve más allá de la pelusa de su propio ombligo; que fue idolatrado por muchos, crucificado por otros tantos y que, al final del camino, únicamente quería alcanzar lo que recién –y solamente ahí– tuvo en su morada final: paz.

Por eso, hoy, a 25 años de su adiós, su legado deportivo se mantiene plenamente vigente y, como dice el tango, cada día boxea mejor.

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