Son las dos de la tarde y arranca una aventura en bici. El punto de partida es la hermosa plaza de San Agustín, un pequeño pueblo que está 30 kilómetros al oeste de la ciudad de Santa Fe. El guía se llama Carlos Ramírez, un profesor de educación física y un ciclista experimentado que lleva años guiando grupos de cicloturismo por los caminos rurales de Santa Fe.
Primer paréntesis. La plaza vale la pena para venir a tomar mate o jugar con los chicos. Es enorme, llena de árboles y hay mucho verde. Tanto, que hasta las dársenas de estacionamiento tienen césped. Y está impecable.
Pero hoy es un día para pedalear. Al salir del pueblo, se pasa por potreros con caballos, fardos y terneros. La primera parada, es un museo que enfrente tiene un predio con viejas máquinas agrícolas, los fierros que los colonos -aquí se celebra la Fiesta Provincial del Inmigrante Italiano- usaron para labrarse un futuro en estas tierras.
Es una parada rápida porque quedan muchos kilómetros por pedalear. Con la bici en velocidad crucero hacia Matilde, los campos están pintados de verde y amarillo, con algunos tonos más grises y amarronados. El gran protagonista del verde es el trigo recién emergido, que está en las primeras etapas de su ciclo y en algunos lotes parece el césped de una prolija cancha de fútbol. En las tonalidades amarillas, dominan los rastrojos de maíz.
A diferencia del auto o la “chata”, la bici -como el trote del caballo- fluye a una velocidad que se integra al entorno y abre una perspectiva más cercana para explorar un paisaje que parece monótono y, en realidad, está lleno de secretos e historias.
El primero es una cava abandonada que aparece en uno de los desvíos del camino troncal hacia Matilde, que recomienda Carlos. Está al lado de un ramal ferroviario abandonado, que hace rato volvieron a conquistar los árboles. En el camino se pasan antiguas viviendas rurales en fase “tapera”.
El ritmo de pedaleo permite charlar pero no monologar. Hay que tomar aire porque hay pendiente: los campos bajan hacia la Cañada de Malaquías y hacia los arroyos que llevan el agua que sobra -cuando llueve- hacia la cuenca del río Coronda. También hay viento en contra. En el camino se cruzan otros ciclistas y muy pocos autos.
La segunda parada es otro viejo ramal ferroviario que se transformó en un pequeño “parche” de bosque, entre el trigo y los rastrojos. Es muy difícil encontrar el punto de entrada, entre los arbustos, sin alguien que conozca el lugar.
Todavía se puede hacer algunos metros con la bici entre los rieles, a la densa sombra de los árboles. Es uno de esos rincones que parecen detenidos en el tiempo y con atmósfera nostálgica, pero depende del observador, de lo que cada uno ve ahí adentro.
La tercera parada está cerca: es una cava con paredes en las que la erosión dibuja formas que con un alto grado de imaginación -y en escala micro- recuerdan al imponente Parque Nacional Talampaya, que hace unos años se podía recorrer en bici. Es una exageración, pero funciona como broma y es divertido sacarse fotos.
Después, se pedalea fuerte hasta Matilde, con la única interrupción de un puente sobre un arroyo que está bastante seco, pero que se carga mucho cuando las lluvias son importantes.
En Matilde se hace una parada sobre las letras corpóreas, en el parque que está junto a la vieja estación de trenes. Los curiosos pueden dar una vuelta por la plaza y también pasar por el molino, que sigue vigente.
En las paradas -al hidratarse, elongar y descansar- se habla de viajes y de lugares donde vivir experiencias. En la Argentina hay varios circuitos imperdibles para hacer en bici (algunos requieren experiencia y a veces guías, para no correr riesgos). Carlos ha recorrido muchos lugares en las sierras de Córdoba. Es famoso, por ejemplo, el camino de los Puentes Colgantes de Copina. Otros ciclistas experimentados aseguran que es maravilloso pedalear en el Parque Nacional Los Alerces (cerca de Esquel), atravesar la quebrada de las flechas en Cafayate (Salta) o el Parque Nacional Los Cardones.
Pero ahora hay que volver a San Agustín y los pedales pesan cada vez más. Se vuelve en silencio, a ritmo medio, y con destino hacia una última parada para ver caer el sol de invierno: es un precioso camino rural que lleva hasta San Carlos. En las banquinas hay flores y en los lotes, fardos.
Con los últimos rayos del sol, en la hora dorada, es toda una postal y dan ganas de seguir arriba de la bici, a pesar de que la excursión ya acumula más de 40 kilómetros.
Es que cuando el horizonte conmueve, es mucho más fácil seguir pedaleando.
Nota de Redacción: el equipo de AIRE Viajes agradece la colaboración de Carlos Ramírez (Pumasbike) para realizar esta nota y todo el trabajo audiovisual.
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