En medio de casas precarias, basura, barro y malezas, un paisaje de la pobreza profunda de los márgenes de Rosario, lo único que parece impecable es el santuario de San La Muerte, que está en una esquina, a unos 40 metros del lugar donde el martes a la noche fueron acribilladas una mujer y un hombre de 23 años. La imagen de la parca no tiene rango de metáfora. La guerra narco que se desató en ese barrio por el control de la venta de drogas a pequeña escala dejó en las últimas tres semanas una decena de muertos.
A nadie parece importar lo que ocurre en el oeste de Rosario, en medio de una transición política tanto en los órdenes nacional como provincial. Desde que Sergio Berni, ministro de Seguridad bonaerense, desembarcó en 2021 con una tropa de elite sin avisarle a nadie en Santa Fe y secuestró 12 kilos de cocaína al clan Villalba, toda esa región del oeste rosarino está en permanente ebullición, porque nadie puede tener el control que ha mantenido durante años esta organización desde el barrio Gráfico.
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Lo que ocurrió después del doble crimen reafirma la sensación de que los resortes del Estado parecen simbólicos. Luego de los homicidios, fue incendiado un búnker de venta de drogas que –según se sospecha- era manejado por la pareja que acribillaron. La mujer murió de diez balazos. Los agujeros que quedaron en el frente de la casa marcan que se dispararon decenas de tiros. Luego de este doble homicidio se produjeron más tiroteos en la zona del barrio Gráfico, dominado hasta hace unos años por el clan Villalba, que en su mayoría están presos y tres de los capos en el cementerio.
Este doble crimen se produjo en medio de un recrudecimiento de los homicidios en Rosario –se produjeron 235 en lo que va del año-, una ciudad en la que la violencia extrema es la que sirve para regular el negocio de la droga, que cambia todo el tiempo, con las alianzas y deslealtades que se cocinan desde las cárceles, la usina de bandas narco precarias y rústicas.
El búnker donde se vendían dosis de cocaína fue prendido fuego después del ataque, algo cada vez más común en este tipo de tramas, donde los atacantes buscan no sólo matar, sino destruir el lugar. Las víctimas fueron identificadas como Francisco García y Karina Ferreyra, ambos de años, que eran pareja. “Los dejaron como un colador”, graficó José Ferreyra, padre de la chica, que también vive en la zona. “Creo que mi hija estaba embarazada”, señaló, sin certezas.
A pocos metros de la casa donde entraron los sicarios, los vecinos levantaron un mural y santuario en honor a San La Muerte. Es una de las pocas paredes del barrio que está impecable. Está pintado con tonos azules y celestes sobre un fondo negro donde resalta la hoz de la parca. Esa zona de descampados comenzó a poblarse hace poco más de una década sobre terrenos en su mayoría usurpados, por gente que se dedica a cartonear.
En esa geografía áspera irrumpen historias de sangre relacionadas con una actividad ya instalada en el barrio como es la venta de droga al menudeo. El padre de la víctima contó que su hija lo había llamado horas antes de que la mataran. “Me llamó porque me vio en una gomería. Pero cuando estábamos conversando se cortó la comunicación. Después me avisaron que estaba muerta”, relató Ferreyra. Según el padre, Karina se había venido a vivir a Rosario hace poco más de tres meses. La mujer era oriunda de la localidad de Totoras. “Ella trabajaba en casas, donde limpiaba y cuidaba a gente grande. Era inocente”, agregó.
Los investigadores no dudan de que este doble asesinato y los tiroteos que se produjeron después están vinculados a la venta de drogas. En esa zona eclosionó desde hace semanas una serie de enfrentamientos entre bandas pequeñas que buscan quedarse con el territorio, que quedó vacante tras la caída de Los Villalba.
Después de que los sicarios ejecutaran a Francisco García y Karina Ferreyra se produjeron otros hechos violentos en el barrio, que la justicia investiga si están relacionados. El resultado de los ataques en Benteveo al 700 y en Magaldi al 8700 –misma cuadra de los crímenes– fue que dos jóvenes de 23 y de 25 años resultaron heridos de bala. También se produjo otra balacera en Tarragona al 1400 bis, en la puerta del monoblock 41, donde una mujer fue alcanzada por un balazo.
“Fue una guerra. Nadie podía salir de las casas porque sólo se escuchaban las balas”, apuntó un vecino de la cuadra, que confió que le pidió a sus hijos que se escondieran porque los disparos podían entrar en las casas. Cuando llegó la policía, en uno de los puntos de venta incautaron una caja azul que contenía 83 bochitas de cocaína.
En noviembre se cometieron 20 asesinatos en Rosario, casi uno por día, después de un octubre llamativamente tranquilo, con ocho asesinatos, sólo dos de ellos por causas vinculadas al narcotráfico. En medio de la transición política, tanto a nivel provincial como nacional, el incremento de la violencia en esta ciudad preocupa.
Tampoco hay certezas sobre qué pasará con los efectivos de las fuerzas federales que actualmente están asentados en la ciudad, que se calcula que serían cerca de 3500. En marzo pasado se produjo un refuerzo de unos 1100 gendarmes, que ocuparon un predio que se construyó de manera circunstancial para alojar a los efectivos en el norte de la ciudad.
El ministro de Seguridad de Santa Fe, el excomandante Claudio Brilloni, repite a diario sus quejas de que no posee los medios ni la gente para enfrentar los problemas de inseguridad que enfrenta la ciudad. El caso más palpable, que expuso las deficiencias en materia policial, fue el crimen del subinspector Leoncio Bermúdez, que ocurrió hace una semana en el hospital Provincial, cuando cuatro sicarios fueron a rescatar a un integrante del clan Romero, una organización narco del norte rosarino.
Este miércoles, una semana después del cruento homicidio, los trabajadores del hospital están de paro en reclamo de mejores condiciones de seguridad para trabajar. También se plegaron a la medida de fuerza médicos y enfermeros de la localidad de Casilda, ubicada a unos 60 kilómetros de Rosario, porque los presos alojados en Piñero están siendo trasladados a ese centro asistencial para que sean atendidos, donde tampoco hay condiciones de seguridad para ese tipo de pacientes.
Más de la mitad de los homicidios que se produjeron en noviembre tuvieron como punto geográfico el oeste rosarino. El barrio Stella Maris, cercana a Gráficos, fue blanco de varios asesinatos con sellos narco la semana pasada. Incluso en ese barrio un centro de salud tuvo que cerrar por los ataques a balazos.
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El clan Villalba era uno de los grupos criminales más pesados de esa zona. Su poder se empezó a desgranar después de que en setiembre de 2021 el ministro de Seguridad de Buenos Aires, Sergio Berni, irrumpió sin avisar a nadie en el gobierno santafesino con una tropa de elite en el barrio Gráfico para detener a gente de esta banda por tráfico de cocaína.
La policía bonaerense secuestró 12 kilos de cocaína y fueron detenidos los hermanos Julio y Gonzalo Villalba. Como detalló el diario La Capital, después de ese golpe contra el clan cuatro integrantes de la familia asesinados. Martín Villalba, que tenía 35 años y se movía en silla de ruedas, ejecutado en marzo de 2022, en el barrio Gráfico. Marlén Villalba, de 15 años, y su madre Carmen, de 53, acribilladas en la misma zona en junio de ese año.
Finalmente, Jeremías Villalba, de 21 años, a quien mataron en febrero pasado también en la zona oeste. Fuentes policiales señalaron que el remanente del clan Villalba decidió mudarse al barrio Stella Maris, donde ahora empezaron los problemas de violencia con tres crímenes en pocos días. Los Villalba tenían relación de parentesco con Sofía Archilasqui, que fue asesinada el fin de semana. La hipótesis que maneja la policía es que la violencia contra este sector que se dedica al narcomenudeo podría haber surgido por una deuda con uno de los proveedores más importantes de Rosario, el expiloto Julio Rodríguez Granthon, de nacionalidad peruana, que está siendo juzgado por segunda vez en los tribunales federales de Rosario.
El clan Villalba está en el negocio de la droga desde hace más de una década. Y desde hace diez años distintos miembros enfrentan causas en la justicia federal. Nunca abandonaron la producción y venta de drogas. Lo extraño es que nadie puede cortar ese brazo de una economía ilegal que irradia en esa zona.
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Este grupo narco, que tiene varios líderes, entre ellas a Marcela Villalba, conocida como Colorada, nunca puede ser desmantelado. Es un ejemplo del llamado efecto hidra, como llaman los especialistas a la capacidad por sobrevivir. Si cortan de un lado de la enredadera, crecen por otro. Siempre se sospecha que lo hacen con la complicidad de sectores de la policía. En 2022 la justicia provincial ordenó más de 20 allanamientos contra personas vinculadas a esta banda. Y no pudieron secuestrar ni un gramo de droga ni una sola arma. La sospecha que surgió en ese momento fue que la propia policía había “vendido” los allanamientos.
El crimen de Martín Villalba, que se movía en silla de ruedas, también es parte de uno de los mitos en el mundo narco. Dos jóvenes en moto le asestaron siete tiros. Una versión que manejan investigadores judiciales es que a este hombre lo mataron para robarle un bolso con más de 100.000 dólares, y se sospecha que sectores de la policía participaron del plan.
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