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El laberinto de Rocío, una nena que atiende un búnker en Rosario y hace facas para defenderse cuando la vayan a atacar

La historia de esta niña de ocho años que vive en el barrio La Tablada, exhibe cómo el narco penetró en el tejido social. La chica es la tercera generación de gente que vive de la droga.

Rocío es flaca, tiene ojos grandes, de un marrón penetrante, que mueve con destreza para acompañar lo que dice. En su tono se mezclan la voz chillona de una nena que a veces grita, se enerva, con una cadencia suave, hasta a veces calma, que carga una melancolía precoz. Sus ojos parecen hablar. Dicen mucho más de lo que sale de su boca.

Tiene ocho años y vive en Colón y Presidente Quintana, en el barrio La Tablada, en el sur de Rosario. El nombre oficial de ese lugar es General José de San Martín, pero nadie lo llama así. La historia moldeó el apodo “La Tablada”, por las maderas de los corrales del matadero municipal, que funcionó allí hasta 1931.

Luego, ese caserío se transformó en uno de los tantos espejos de la Argentina inconclusa, que aspiró hace medio siglo a generar una clase social ascendente que vivía, en su mayoría, de las fábricas, los frigoríficos y el puerto. Durante las últimas dos décadas la venta de drogas se transformó en el porvenir más palpable de los pibes, a los que no les importa mirar el destino de la generación anterior, que terminó en el cementerio o la cárcel.

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Un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (ODSA-UCA), titulado "Venta y tráfico de drogas en los barrios (2021-2023)", señala que en el Gran Rosario “la percepción de la venta de estupefacientes en los barrios más pobres llega al 41%”, un escenario parecido al del conurbano bonaerense, donde —según el informe— es del 43%. Tres de cada diez hogares identificaron este problema. Donde vivía Rocío la densidad de búnkeres desde hacía más de una década era mucho mayor.

La Tablada siempre fue un barrio bravo, donde los “buenos”, la gente trabajadora, siempre fue y será la mayoría. Antes de las pistolas 9 milímetros se usaba otro método para resolver los pleitos, como el cuchillo, que muchos sabían manejar con destreza por trabajar en la faena de reses en los frigoríficos de la zona. Por eso, en un tiempo se decía que era “un barrio de obreros y cuchilleros”, como recordó una vecina de Rocío.

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Una postal de barrio La Tablada en el sur de Rosario.

Una postal de barrio La Tablada en el sur de Rosario.

Matías Núñez, el abuelo de Rocío fue el primero de esa familia que comenzó con el negocio de la droga en el barrio. Lo llamaban Moneda, un sobrenombre que heredó el tío de la nena, Alejandro, al que le agregaron Chucky, porque de chiquito le decían Muñeco. Ramón, el papá de Rocío, está preso en Piñero, por regentear con su familia los búnkeres que heredaron de su padre y que con su hermano lograron multiplicar.

Rocío no conoció a Marcelo, su otro tío, que fue asesinado en 2007, cuando tenía apenas 17 años, en medio de una disputa para liderar el esquema de negocios de narcomenudeo en el Cordón Ayacucho con otra banda que respondía a un pesado de trayectoria, que como casi todos, también fue asesinado: Domingo “Mingo” Selerpe.

Los sobrenombres recargan de sentido los apellidos, como el de Alejandro Núñez, que es algo común y corriente. No parece decir nada, pero el apodo Chucky Monedita demarca una carga intensa, que la aporta el contexto.

A Moneda lo mató Omar, un vecino, exsocio y luego rival en la venta de drogas. Fue un la Navidad de 2019, en Esmeralda y Presidente Quintana, a unos metros de su casa, donde estaba Rocío, que era una bebé de menos de dos años.

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Moneda era parte de la banda de Guillermo Pérez, conocido en La Tablada como Torombolo, un personaje mítico que también terminó en el cementerio y que fue uno de los primeros que logró instalar una cocina de cocaína para estirar la droga y adaptarla al mercado popular con el objetivo de hacerla más rentable.

Omar recuerda —en una conversación en un almacén del barrio— que Núñez, a eso de las 5 de la madrugada, se bajó de un Chevrolet Corsa color rojo y le gatilló dos veces en la cabeza. Él estaba con otros amigos y vecinos en la calle festejando la Navidad. Casi todos también vendían droga.

“Para qué te ibas a romper la espalda en el puerto si con la merca podías embolsar en un día lo que cobrabas en un mes”, reconoció un veterano del barrio, que durmió varios meses en los calabozos húmedos de Coronda.

Los tiros no salieron de casualidad porque el arma se trabó, según Omar. Entonces no quedó otra alternativa que matarlo a Núñez. Moneda murió en el Hospital de Emergencias horas después. “Trascendió que en la calle (Núñez) discutió con alguien que le descerrajó un par de balazos y marcaron su final. El asesino, que desapareció de la escena, no está identificado”, publicó el diario Página 12 en ese momento.

Al menos eso cuenta Omar, que él fue quien lo mató, con la impunidad de un retirado del “negocio”, que dejó secuelas ásperas en su cuerpo. Algunos vecinos dudan de su relato. Creen que es uno más que se jacta de ser infalible y bravo, como si fuera un territorio del Western. Lo confiesa durante una mañana cálida y apacible en el barrio, mientras va a hacer los mandados por las veredas repletas de sauces que crecen vigorosos por el agua de las zanjas.

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Chucky Monedita formó su propia banda y se independizó, pero hoy está preso en Piñero.

Chucky Monedita formó su propia banda y se independizó, pero hoy está preso en Piñero.

Es un exnarco que hoy sobrevive cortando el pasto, con serios problemas de salud, alejado de esos tiempos en los que, como admite, se creía “Pablo Escobar”. “Vendía cinco kilos de marihuana y uno de cocaína por semana. Pero me arruinó la policía”, recuerda.

Cada vez pedían más y más. La carga tributaria de la mafia es más despiadada que la legal y formal. “De golpe nos convertimos en tipos con guita. Mucha plata había dando vueltas en ese momento. Las cocinas multiplicaban la droga”, apunta. Eso se empezó a cristalizar en el barrio hace dos décadas.

La bisagra fue cuando Oscar Huevo Ibáñez alquiló todo el hotel Plaza Real para celebrar el cumpleaños de 15 de su hija. “Imaginate la gente de La Tablada durmiendo en uno de los mejores hoteles de Rosario”, recuerda. Entre los invitados sortearon un auto cero kilómetro. “En el hotel nos miraban raro, porque pensaban qué hacía esta gente ahí, pero Huevo había pagado por adelantado. El morochaje del barrio, todos bien vestidos, perfumados habíamos copado el hotel. En la terraza la pileta era un hervidero. Hacía un poco de frío pero todos se tiraban igual”, rememora el narco jubilado.

El veranito económico y la abundancia no duró mucho. A Huevo lo mataron en 2011, luego de salir en marzo de ese año de la cárcel. Había vuelto a la prisión porque una tarde salió con transitoria del penal de Zevallos y Ricchieri y nunca volvió.

“Éramos todos chorros de caño y nos hicimos narcos. La plata estaba en la droga, que no dejó a casi nadie en pie”, ensaya Omar, uno de los pocos sobrevivientes. “Huevo sabía manejar las cosas. En esa época en el barrio no se robaba. Porque si se enteraba hacía que te maten. Había que sacar los soretes y yo los sacaba”, dice mientras descansa.

A Huevo lo detuvieron cuando trataba de escapar con su Mini Cooper y volcó en Ayolas y Circunvalación. Ibáñez había logrado reclutar un ejército de soldaditos, que en esa época no se los llamaba así. Eran chicos bravos de la zona, que casi ninguno quedó con vida, salvo de milagro el sicario Milton Damario, que sigue preso en el penal de Piñero, condenado a perpetua. Los Cantero lo acusan de ser uno de los asesinos de Claudio Pájaro Cantero, que fue ejecutado el 26 de mayo de 2013 en la puerta de un boliche en Villa Gobernador Gálvez.

Rocío es la tercera generación que vivió rodeada de esa mierda, porque los llamados códigos del barrio se fueron se empezaron a diluir. Ya nadie se conocía. La arquitectura urbana del barrio sirvió para que ese negocio prosperara. Ninguno de los Nuñez tuvo nunca un trabajo formal.

Sus historias marcan un instinto meritocrático en ese mundo marginal. Chucky Monedita superó con creces a su padre que fue asesinado en 2019. Formó su propia banda y se independizó, no como Moneda, que siempre fue empleado de Torombolo. Pero nunca pudieron salir de la mierda, ni siquiera por un rato como Huevo Ibáñez.

Chucky Monedita y Ramón, su hermano y el padre de Jocelyn, están presos en el penal de Piñero. Ambos tienen un extenso prontuario sobre sus espaldas, pero sobretodo el primero. Alejandro Núñez está acusado de planear desde la cárcel de Piñero los ataques “narcoterroristas” –término que usó el gobierno nacional y de Santa Fe- que provocaron en marzo de 2024 una fuerte conmoción en Rosario. Nadie cree que haya sido el cerebro que forjó uno de los momentos más intensos que vivió la ciudad, que quedó enmudecida durante semanas.

Rocío se crió entre tiros, muertes y droga. Nunca falta a la escuela. Es el único lugar donde la mierda queda fuera. Recibe un cariño que nunca conoció afuera. Su madre la deja siempre en la casa de Aylen, que todos siempre dijeron que era su tía, pero en realidad es su prima. Para ella es lo mismo. El grado de parentesco no altera la pésima relación que tiene, tanto con ella como con su madre. Tiene un hermanito de un año y medio.

Como los hombres están presos, como Chucky Monedita y Ramón, o muertos como su abuelo Moneda y su otro tío que no conoció, las mujeres son las que quedaron al frente del negocio de la venta de drogas. Antes también cobraban planes sociales. Eso ayudaba. Ahora les llaman las “bunkeras”, porque muchos de los puntos de venta de cocaína están a cargo de las parejas o las hijas de los criminales que están presos o fueron sepultados. Son bravas.

Cada vez más seguido, Rocío se escapa de la casa de su “tía”. En la parte de atrás encontró una ventana que le puede correr la traba y desde allí salta al patio, y sale por los fondos de los vecinos. Cuando Aylen se da cuenta siempre es tarde. Huir del búnker parece una travesura, pero es una forma de sobrevivir, de estar prófuga por unas horas de ese ambiente salvaje y cruel.

A veces, la nena se refugia en la casa de Vilma, una maestra que vive a cuatro cuadras, que tiene desde hace varios años un centro comunitario que se llama El Arca. Hay veces que tarda dos o tres días en volver a su casa o a la de su tía. A veces ellas ni se dan cuenta de su ausencia.

Rocío no quiere regresar porque sabe que allí en cualquier momento puede morir de un balazo. Esa escena que ronda por su cabeza como una amenaza real se la confiesa a Vilma, que la escucha con serenidad en la cocina de El Arca. A ella le tiene confianza y sirve para que en ese rato se desahogue. La niña nunca llora. Cuando relata situaciones terribles sus ojos marrones se mueven nerviosos, como si absorbieran esa bronca, ese malestar. Pero jamás se quiebra. Es extraño que una nena de ocho años describa situaciones terribles con tanta naturalidad. Esa “costumbre” le irradió una frialdad que cuesta vincular ese temple con su edad.

En la casa de Aylén funciona un búnker, que vende la droga que maneja su hermano desde la cárcel. Por esa razón, Rocío habla todo el tiempo de tiros, de disparos, de detonaciones. De miedo. De terror. Y prefiere escapar. Sus huidas son temporarias, porque está obligada a regresar. La pregunta que surge es si Rocío podrá encontrar una salida, o si su vida seguirá marcada como la de sus familiares por la droga, la cárcel y la muerte. Por ahora, la única salida más cercana es Vilma.

La casa donde vive la nena fue baleada varias veces por bandas rivales. Los disparos escriben mensajes profundos. Los agujeros de las paredes anticipan la muerte. Todos entienden ese lenguaje, entre ellos, Rocío.

Esa escena se puede repetir en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche. Cuando su tía está ocupada por algo urgente Rocío entrega las dosis de cocaína. Sabe que es la droga que consume su madre, su tía y casi todos en la familia.

Una noche la niña le cuenta a Vilma que ella no tiene una pistola para defenderse. Ella fabrica pequeñas “lanzas” o facas. Son palos con la punta afilada. Para mostrarle cómo los hace raspa un pedazo de madera contra el revoque rugoso de la pared. Lo hace rápido y con movimientos frenéticos. Después de unos cinco minutos le exhibe a la maestra su “lanza”.

“Si me vienen a secuestrar se los clavo en el pecho o en el cuello”, promete la niña de ocho años y su cara se transforma. Sus ojos movedizos se clavan, quedan quietos, se ponen tensos y aflora en su mirada otra nena, alejada de la que conoce Vilma. Es una transformación que se sostiene en la supervivencia.

¿Cuál será el destino de Rocío? La pregunta resuena sin respuesta. Porque lo más probable es que no pueda salir de ese laberinto. Nadie le deja un resquicio para encontrar una salida.

El único lugar donde se siente libre es en la escuela, que en ese barrio, como coinciden varias docentes, empiezan a estar cada vez más despobladas de alumnos. Ese esquema criminal no quiere chicos libres y educados, sino rehenes de ese espiral que fabrica soldaditos, bunkeras, adictos y sicarios. Todos dicen saberlo, pero casi nadie hace nada. La única es Vilma.