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AIRE en Ucrania: de preguntarme "qué hago acá" al valor de estar en el lugar para contar la historia

Las tres semanas que pasó el enviado especial de AIRE en Ucrania fueron demoledoras desde los físico y lo mental, pero lograron reflejar las historias de las personas que quedaron en medio de esta guerra. El balance de una cobertura histórica para el periodismo de Santa Fe.

No hay que dar demasiadas vueltas gramaticales ni tampoco sirve ensayar palabras delicadas para decir lo simple: es “alivio” lo que uno siente al regresar de una guerra, aunque la Argentina no sea un país que te trata de forma dócil y amable al volver, porque aparecen de golpe los problemas de siempre, los que uno nunca olvida, sino que por un tiempo corrió del foco de su mirada.

Las tres semanas de trabajo en Ucrania fueron demoledoras desde lo físico y lo mental. Escribir estas líneas al regresar también arrastran ese cansancio profundo, aunque el alivio del regreso y la alegría del reencuentro con la familia actúan como un bálsamo.

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En Ucrania intentamos contar los distintos matices y costados de una guerra, que no sólo se da en el plano militar, sino que abarca una profundidad mucho más cruel que tiene que ver con la fractura que provoca en la gente. Para internarnos en esa tarea había que mirar hacia otros costados, en torno a nuestro alrededor, no sólo al frente, para encontrar historias que sirvieran para explicar el fenómeno de una guerra que comenzó hace apenas un mes y medio, y se disputa en territorios urbanos a metros de Europa.

Reniego de que el periodista sea el protagonista, porque no es importante lo que le ocurre al que tiene como misión contar o revelar algo que le pasa a otro. Es algo elemental. Su papel tiene que ser imperceptible. Pero en esta cobertura en Ucrania tuve que dejar de lado ciertos pruritos estéticos. Porque era un caso excepcional y también era necesario que contara (utilizando la primera persona, de la que reniego) las desventuras y problemas había que esquivar.

En este tipo de trabajos periodísticos lo más complejo es lo que para otros, quizá para todos, parece lo más sencillo o natural: llegar al lugar donde ocurren los hechos que uno debe contar. Ese verbo “llegar” incluye decenas de problemas que enfrentar en un país donde casi nada funciona, porque se encuentra en guerra. Nada se puede planificar. Lo más transparente era también contar esos problemas. Porque era parte esencial del trabajo. No hacemos un periodismo que busca exaltar cierto heroísmo que nunca es del todo real.

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Por eso en las crónicas que contamos en la radio y en Aire Digital se traslucen errores, imperfecciones, dudas, temores e incertidumbre. Quizá ahora, con mayor calma y en frío, la autocrítica asoma más dura e impiadosa, pero se balancea y compensa con la experiencia ganada. El desafío era intenso, no sólo porque el objetivo era complejo de contar lo que ocurría en una guerra, sino por la responsabilidad de devolver el respaldo y compromiso de Aire de Santa Fe.

Hubo momentos en los que pensé “qué hago acá”. Fueron varios. En Kiev, donde los bombardeos se transformaron en un sonido cruel y cotidiano, ocurrió varias veces. Miraba por la ventana del hotel a oscuras, mientras se veía el resplandor de las bombas, y la frase repiqueteaba en mi cabeza como un metrónomo. Sólo eran momentos. Porque después, cuando lograba salir a la calle a trabajar, esas dudas se despejaban cuando veía lo que tenía enfrente, una ciudad gigante repleta de barricadas y trincheras, carcomida por los bombardeos. Ahí respondía la pregunta: “Para contar esto”.

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El momento más duro fue al principio, cuando llegué a la frontera de Medyca -en el límite entre Polonia y Ucrania- a las 9 de la noche y hacía 8 grados bajo cero. No había un alma. Me había llevado Mikolay, un chofer ucraniano que vive en Varsovia, que estaba más desorientado que yo. Me había equivocado en mi presunción de que iba a encontrar un hotel. Todos estaban llenos de refugiados, periodistas y de voluntarios de las ONG. Sostenía el celular mientras grababa el video en plena oscuridad y la mano se me congelaba.

Había llegado hacía un día a Polonia y mi objetivo era llegar lo antes posible a la frontera. ¿Era un estúpido?, me preguntaba y con el correr de los minutos empecé a afirmarlo, sobre todo cuando el frío penetraba en la vieja campera que había llevado y un buzo negro que había comprado en una tienda cerca del hotel, porque mi mochila –con toda mi ropa- se había extraviado al llegar.

Terminé en un hotel a 40 kilómetros de Medyka, al que llegué a las 10 de la noche, por unos caminos comunales polacos, en el que sólo se veían casitas con techos a dos aguas y bosques nevados. No sabía dónde estaba yendo, con un chofer que no hablaba una palabra en inglés, y terminé en un hotel gigantesco, donde había polacos, rusos y ucranianos que bebían vodka en una pileta al aire libre mientras fumaban.

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A las 7 de la mañana regresé hacia Medyka, la frontera, donde le pregunté a un aduanero polaco cómo podía cruzar. Me dijo que sólo se podía pasar en auto. Y me indicó una especie de playa de estacionamiento donde había remises, que cobraban una fortuna por hacer 500 metros, un negocio que seguramente compartían con los aduaneros. La fila de autos era de dos kilómetros. Pensé que seguramente había otra manera.

Le pregunté a dos muchachos que comían un pancho apoyados contra un auto si se podía cruzar caminando. Eran policías polacos de civil. Uno rubio, que se comió el pancho en dos bocados, me dijo que se podía cruzar por un camino que estaba a unos 600 metros. Me guió hasta ese lugar y empecé a caminar por un pasillo alambrado que en teoría me llevaba al otro lado. El lugar estaba desierto. No había nadie. Y desconfié dónde podía terminar hasta que llegué a un puesto de migraciones de Ucrania.

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Solo pueden salir de Ucrania a Polonia las mujeres, los niños y ancianos. Los hombres deben quedarse como reserva del ejército.

Solo pueden salir de Ucrania a Polonia las mujeres, los niños y ancianos. Los hombres deben quedarse como reserva del ejército.

Una mujer me miró el pasaporte y me lo selló en 30 segundos. No me revisaron nada, ni la mochila de mano ni el pequeño bolso donde tenía una pequeña muda de ropa que había comprado. Sonó el teléfono y era Rodrigo, mi amigo fotógrafo, con el que habíamos planeado ingresar juntos, y tiene una larga experiencia en cubrir este tipo de situaciones, me decía que estaba en Varsovia y que se le complicaba llegar porque el tren recién salía al otro día. Le dije que estaba dentro de Ucrania. No lo podía creer.

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La conversación se completó una semana después, un domingo en Kiev, cuando me albergó en su hotel, porque yo no había logrado llegar al lugar donde estaba alojado debido al toque de queda. Por la ventana mirábamos como los misiles ucranianos interceptaban a los rusos, que provenían del otro lado del río Dnieper. Era un espectáculo trágico. Terrible.

Ahí le confesé que cuando crucé la frontera me había dejado llevar por el instinto, que todo había salido casi de casualidad, que me había muerto de frío, que no sabía dónde dormir. Nos reímos mientras compartíamos una sopa, que era lo único que había quedado para comer. La risa disimulaba la pregunta que volvía a irrumpir cada vez que pasaban frente nuestro los misiles: “qué hago acá”.

Al regresar a la Argentina esa pregunta perdió sentido porque las respuestas están en la experiencia de un trabajo que nunca olvidaré.