POR AGUSTÍN VISSIO
Zapatos bien lustrados, un pantalón negro y una camisa blanca inmaculada visten a un hombre de edad avanzada que porta con orgullo un bigote cortado a la perfección. Sus pasos son prácticamente automáticos, lo que marca que conoce a la perfección el terreno. En una de sus manos porta una especie de trapo amarillo listo para dejar impecable una mesa.
—¡Él es el encargado de llevar y traer felicidad! —les dijo María a sus familiares que estaban en la mesa.
—¿Cuántos? —preguntó el mozo.
—Cinco, no te olvides de los ingredientes —respondió María.
El calor sofocaba, la humedad brotaba y las canillas cerveceras nunca llegaban a cerrarse. Era un típico día de verano santafesino en el que los patios y las veredas de los bares se abarrotan de gente buscando una bocanada de aire, que sea al menos tibio, y algo que calme la sed.
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El liso santafesino fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial en 2014.
María había logrado conseguir su mesa favorita, justo en el medio del bulevar que divide la avenida. A su derecha estaba su hermano, también con la camiseta de su club. Enfrente se ubicaban sus dos primas y un primo que habían venido desde lejos a ver el mismo partido, pero como visitantes, y de paso a disfrutar de la familia. El cotejo había terminado en un aburrido cero a cero, por lo que la charla futbolera se esfumó en pocos minutos.
La familia de María había llegado ese mismo viernes al mediodía y era la primera vez que visitaban la ciudad. La agenda para el fin de semana estaba finamente diagramada. El hermano se había encargado de todo, le encantaba hacer de guía y hablar de Santa Fe, era un fanático de las historias. Era ingeniero, pero decía que turismo hubiese sido su segunda carrera.
—¿Qué pediste? —le preguntó un primo a María.
—Un liso.
Se miraron entre los tres primos y encogieron los hombros. La sed ya era cosa sería.
—Miren a su alrededor —les pidió señalando con su cabeza al resto de las mesas—. Eso que ven, no lo van a encontrar, ni probar, en ningún otro lado del mundo.
A algunas cuadras de allí, hace varias décadas, Otto Schneider también tomaba un liso. Nunca se sabrá si fue el primero de la ciudad, si lo copió de algún conocido o conocida, pero sin dudas plantó una semilla cultural y desde ese momento en la cotidianeidad santafesina empezó a germinar una nuevo símbolo que hoy se disfruta en casi todas las mesas.
—Uno: vaso cilíndrico de 250 o 350 centímetros cúbicos totalmente liso, según qué biblioteca se consulte —empezó a detallar María—. Dos: cerveza helada, pero bien helada, tirada desde un barril. Tres: el “cuello” es importantísimo, el grosor de la espuma tiene que tener dos dedos. Esas tres cosas, más la muñeca bien entrenada en la chopera, te dan como resultado esa perfección.
—Te agrego algo más —comenta el hermano de María—, el vaso tiene que estar impecable porque cualquier resto de detergente que contenga le cambia el sabor.
—Y hay algo que no dijimos. La clave está en la cerveza sin pasteurizar. ¡Por eso pasa como agua! —se ríe María mientras gesticulaba tocándose la garganta.
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El liso santafesino fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial en 2014.
Son varios los mitos que recorren las calles de Santa Fe sobre el origen del liso y su nombre. En varios puntos del país, en las primeras décadas de 1900, las costumbres fueron cambiando y se empezó a dejar de lado las grandes jarras o los vasos de vidrio o cerámica, que eran tallados, por algunos más pequeños, pero en ningún otro lugar se lo llamó como en la capital santafesina.
—No está muy claro de dónde sale el nombre, pero a mí me gusta la historia que se lo atribuye a Otto Schneider. Dicen que Otto llegaba a la Chopería Alemana, que estaba en la esquina de 25 de Mayo y La Rioja, y pedía una cerveza. Aclaraba que la quería en un vaso más pequeño —relata el hermano de María mientras hace con sus manos la forma de un vaso—. Su objetivo era poder sentir más la bebida y, además, al tener menos cantidad evitaba que se caliente.
—Bueno, pero también está la otra teoría. Que dice que en realidad el nombre surge porque con una tablita se retiraba el sobrante de espuma y se “alisaba” de esa manera la parte de arriba del vaso —acotó María.
Otto Schneider llegó desde Prusia a la Argentina en 1906, dos tierras totalmente diferentes, pero que escondían una pasión similar. El maestro cervecero tuvo un paso fugaz por la Ciudad de Buenos Aires para luego arribar a la zona de la capital santafesina, porque creía que en esta parte del país estaba el insumo más codiciado e importante de toda cerveza: el agua. Según el europeo, los brazos del río Paraná tenían una calidad similar a las aguas del río Plzen (Pilsen) de República Checa, donde se gestaban las cervezas más anheladas del viejo continente.
Schneider junto a un puñado de hombres fundaron la Cervecería Santa Fe en 1911, a pocos metros del río para poder acceder de manera fácil a sus bondades naturales. Tras algunas discrepancias con la directiva, Otto decidió irse y en 1931 fundó la Cervecería Schneider. Por esa época, Santa Fe se fue convirtiendo en una de las capitales cerveceras del país y poco a poco se afianzaron costumbres que perduran hasta la actualidad. No solo el liso, sino que también la habitualidad de reunirse socialmente en lugares que comenzaron a llamarse “patios cerveceros” o bares que se especializan en servir “buena cerveza”. Gambrinus, Rambla Guadalupe, El Cabildo, Tokio, La Frontera, Club Sarmiento, son algunos de los lugares que le quitaron la sed a miles y miles de santafesinos y santafesinas en la primera mitad del siglo XX.
—Vos te debés estar preguntando por qué hablamos así de algo que parece tan simple como un trago —le dijo María a una de sus primas que la miraba con cara de que algo no le terminaba de cerrar—. Lo que pasa es que yo lo pienso y lo relaciono automáticamente con una situación feliz.
—A mí me lleva a encontrarme un día de mucho calor con mis amigos o amigas en una quinta o en un patio —intervino el hermano de María—: música de fondo, una parrilla prendida, un poco de joda, alegría.
—Es reunirse y disfrutar con otros. No digo que no te podés tomar un liso solo, pero generalmente es el encuentro con otro. Haga frío o calor, en primavera o en otoño, siempre da para un lisito en algún lugar, como ahora. O un barril con la familia.
—La cosa fue cambiando. Ahora hay choperas eléctricas en las que está todo prácticamente automatizado y es una pavada conectarle el barril. Pero, antes, hasta no hace tantos años, para tomar un barril había que pincharlo de manera literal: en una maniobra que muchas veces terminó en accidente, haciendo bastante fuerza, se le colocaba una espada y luego se le conectaba la manguera.
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El liso santafesino fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial en 2014.
Uno de los bares que tuvo Otto Schneider se llamó Recreo. El pilar de ese lugar fue poder degustar cerveza de calidad y recientemente producida. La bebida iba directamente a un barril y sin haber sido pasteurizada. Ese toque mágico le dio un gusto distinto, la hizo más liviana, menos turbia y al servirla bien helada eclipsó el paladar santafesino que poco a poco se fue acostumbrando a tomarla de ese modo. No pasteurizar la cerveza es prácticamente un fenómeno local que no se da en casi ningún otro lugar. Ese proceso industrial es necesario para darle más vida útil al producto y poder comercializarlo a grandes distancias.
—Uff, ¡ahí viene! —dijo María y se frotó las manos.
El mozo comenzó a bajar de una bandeja de metal que sostenía a la perfección diferentes cosas. Primero apoyó sobre la mesa dos bandejitas de acero que estaban divididas en tres y contenían maní, palitos y pochoclo. Esta vez se habían terminado los lupines. Había bajado los famosos “ingredientes”, que sirven para acompañar al plato fuerte. Inmediatamente, tomó los vasos y sin que se vuelque una gota de cerveza, los dejó enfrente de cada uno de los primos. La más joven no esperó un segundo, lo agarró y lo observó. Miró la forma, inspeccionó su espuma y luego olió su aroma. Con algo de desconfianza, empezó a tomar.
—Esto es espectacular —dijo sorprendida.
—María, no mentiste en nada cuando dijiste que ese señor llevaba y traía felicidad —dijo el primo sonriendo y levantando el liso por los aires—. ¡Salud!
El liso: la historia de cómo un pequeño vaso se transformó en un símbolo de Santa Fe
Agradecimiento
"Otto Schneider. Tradición alemana en Santa Fe, cuna de la cultura cervecera argentina". Alonso, Luciano.
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