¿Toda esta cadena de malhumor respondería a la falta de dopamina o endorfina en los transmisores neuronales de sus protagonistas? ¿A las toxinas hepáticas por mala alimentación o a sus alterados fluidos biliares? ¿O quizás a una adversa conjunción astral? Esta no es una columna especializada en neurología o en endocrinología y menos aún en astrología. ¿Quién comenzó la cadena de contagioso malhumor? Quizás no sea la pregunta más importante, sí quién o quiénes no fueron capaces de cortarla. Si uno sólo de los eslabones se hubiera abierto, la cadena inmediatamente se habría deshecho. Si el taxista hubiera insinuado una cortes disculpa al hombre de traje, si el hombre de traje hubiera contado hasta diez antes de responderle a su socio, si su socio hubiera considerado trivial una tostada quemada, si la mujer hubiera conversado con su hijo sobre la profesora de matemática y los glúteos de la compañerita, si el colectivero hubiera usado 30 segundos más para arrancar y evitar el traspié de la profesora de matemática, si la secretaria del consultorio hubiera fingido una sonrisa de ocasión frente a un paciente sin turno… si… si… si… La cadena de condicionales no tiene número al igual que la del malhumor. Pero con una bastaría para detener el ritmo infinito de la otra. A veces se desconocen las razones inmediatas de esa incómoda y contagiosa sensación, pero responde a una serie interminable de disparadores en los que la causa primera puede ser intrascendente y el último efecto, gravísimo o exactamente a la inversa. Esta cadena del malhumor necesita numerosos eslabones y, sin embargo, se puede cortar con sólo uno. Para pensar.
Tampoco es este un espacio de autoayuda que relacionaría ligeramente malhumor con malamor más precisamente desamor. El amor ni es ni se presenta como un sentimiento abstracto, ni se busca ni se fuerza, pero al menos nos merecemos dar y recibir un discreto y respetuoso humor. Nadie que no bordee el ridículo postularía que se tome un curso de budismo Zen para hacer tostadas ni un tour tibetano para dormir mejor ni emprender el camino de Santiago para frenar a tiempo ni devorarse las Analectas de Confucio para enseñar la regla de tres ni alcanzar el nirvana para no trastabillar en el colectivo ni consultar los Diálogos de Platón para conversar con un hijo.
La intención tampoco no es tomar aquí el malhumor como un malestar personal aunque pueda volverse crónico. Se trata de señalar que este sentimiento es la consecuencia con causas casi siempre reconocibles y generalmente inmediatas, de otro orden ajeno al psiquiátrico, al fisiológico o al orgánico. Se describe casi como un diagnóstico meteorológico similar a la temperatura ambiente. Es ese enojo que trasciende lo privado y circula hacia lo público y lo colectivo como moneda corriente en nuestras ciudades, especialmente en las más populosas. Cualquiera puede verse asaltado por este sentimiento negativo, pero en espacio reducidos y colmados, con tiempos cortos y apresurados es mucho más probable que “salte la térmica”. “No es bueno que el hombre esté sólo”, sentencia el sabio pasaje bíblico, pero es altamente insano que esté amontonado. Se presta a la sospecha, entonces, que a menor espacio y tiempo mayor es el contagio, igual que la peste con el agravante de que en este caso la cuarentena es impracticable. Esta última y arriesgada afirmación, aunque evidente, nos llevaría a otro mayúsculo malhumor desatado por la falta de planificación urbana y quizás una utópica reforma demográfica. No desconocemos que existe otro orden de malos humores con orígenes más serios o más graves o más insoportables o más injustos que infeccionan lo social, pero quisimos referirnos a éstos, a los de todos los días, a los domésticos, pequeños y casi ridículos porque, aunque relativo, el axioma agustiniano de que “Cuida las cosas pequeñas, las grandes se cuidan solas”, referido a estos insignificantes acontecimientos, viene al dedillo.
Por: Carmen Úbeda
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